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De los muchos profesores que tuvo mi generación de estudiantes de derecho de la que hice parte en el Externado, Ramiro Bejarano se destacó por su espíritu crítico. Nos invitaba a la reflexión y el análisis permanente, razón por la cual nos sorprendió su columna del 13 de febrero en El Espectador en la que -fundado en cuatro conceptos ajenos- concluyó que la justicia transicional -que aún no se aplica en Colombia-, se enredó. Señala que “difícilmente podía haberse concebido un proyecto de justicia tan controvertido como el que se facturó en la mesa de negociación de La Habana”. Las tibias declaraciones de altos funcionarios del Gobierno lo llevan a inferir que no es ni convincente ni confiable para ellos e incluso da la impresión de que no lo conocen a profundidad.
Le pareció improvisado y ligero, y alude entre otros al contundente juicio de José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, pero no lo cita. Vivanco entiende que el proyecto tiene vacíos en derechos humanos al esconder un trato preferencial y de impunidad para los responsables de los falsos positivos, que el modelo da más valor a las actividades restaurativas que al monto de la condena, y que al modificar el principio de responsabilidad de mando, sean estos de las Farc o de la Fuerza Pública, no responderán por los crímenes de las personas que tienen a cargo.
Menciona un “agudo” editorial de The New York Times y el escepticismo del poderoso senador demócrata, Patrick Leahy, que interpretan como una ligereza las condiciones pactadas para juzgar y sancionar a los guerrilleros. Por último, cita al vicefiscal de la Corte Penal Internacional, CPI, James Stewart, quien dijo en la OEA que el aval a los acuerdos del Gobierno con las Farc dependerá de las sanciones que se impongan a los responsables de crímenes de guerra y violaciones del derecho internacional humanitario. The New York Times y el senador Leahy opinan sin distinguir entre los conceptos de justicia transicional y justicia penal, y olvidan de plano la existencia del modelo restaurativo, reduciendo el debate -como muchos en Colombia- al maximalismo o minimalismo de las penas.
En 2002, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, al precisar los principios básicos sobre el uso de programas de justicia restaurativa en materia criminal, definió el modelo como “cualquier proceso en el cual la víctima y el ofensor, y cuando es apropiado otras personas o miembros de sus comunidades afectados por el delito, participan juntos activamente en la resolución de los problemas generados por el delito cometido”. El pasado 14 de enero decíamos que el acuerdo de La Habana se centra en restablecer la humanidad entre víctimas y victimarios, y por primera vez los afectados pueden discutir con los perpetradores qué debe hacerse para reparar el daño. Que una víctima pueda expresar libremente -en un ambiente seguro- el impacto que este ha tenido en su vida, y participar en la decisión acerca de cómo el ofensor deberá reparar el mal causado, no solo es justicia, sino que brinda la oportunidad de reintegrar a la víctima y al victimario a la sociedad.
En relación con lo que dice el vicefiscal Stewart, basta con recordarle que la fiscal general de la CPI, Fatou Bensouda, señaló respecto de las negociaciones de paz que “cualquier iniciativa práctica y genuina que permita alcanzar este objetivo loable y que rinda homenaje a la justicia como un pilar fundamental para una paz sostenible es desde luego bienvenido por la Fiscalía” y que, por su parte, el exfiscal Moreno Ocampo de la misma Corte le reconoció al suscrito -en la XII Convención Internacional de Seguros del 13 de septiembre de 2013- que Bensouda en declaraciones previas se excedió al señalar que los perpetradores tenían prohibido participar en la vida pública, y precisó que ese no sería un límite legal (01.10.2013).
Controvertir a Vivanco es más difícil por el rigor que imponen los derechos humanos, no obstante, una aplicación cabal de los mismos es un imposible en una Colombia en guerra y una posibilidad real -aunque imperfecta- en una Colombia en paz. Como venimos diciendo en esta columna y en la academia, el derecho internacional, el Estatuto de Roma y los derechos humanos que hacen parte del mismo, no se oponen a la paz, por el contrario, la promueven.