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Hace poco menos de 500 años los conquistadores ibéricos se asentaron en las faldas de los cerros orientales de la sabana de Bogotá, entonces un gigantesco complejo de humedales, y fundaron, a su costumbre y maneras, una ciudad española en territorio de los pueblos muisca. Buscaban ante todo el oro de las leyendas y por ello el oro se les volvió leyenda: por siglos ha rondado en esas montañas el espíritu de un venado mítico, de oro puro, siempre huidizo, inalcanzable.
Hace poco menos de 50 años el Ministerio de Agricultura estableció en esos mismos cerros, que habían sido destruidos por décadas de leñateo y extracción de arenas para construir la ciudad, el espacio de trabajo que ocuparía el Inderena desde 1968 (fundado entonces como Instituto para el Desarrollo de los Recursos Naturales) y que heredó el Instituto Humboldt en 1993 con la creación del Sina. Allí se consolidaron los programas forestales que surtieron las plantaciones protectoras/productoras de pinos y eucaliptos que aún abundan en nuestras vertientes y que si bien prestaron un buen servicio de protección del suelo en su momento, ya no consideramos opciones adecuadas de conservación y debemos reemplazar.
Vieron sus precarias instalaciones, en la trastienda de lo que fuese una hostería incendiada el 9 de abril de 1948, la creación de los laboratorios de fauna y flora que se denominarían “Unifem”, en homenaje al herpetólogo alemán Federico Medem, quien escogiese Colombia como refugio y centro de estudios. Al tiempo, se construiría en el vecindario la Universidad Distrital, de cuyos programas forestales se derivó en gran medida el manejo de los bosques colombianos, en conjunto con los programas académicos de Medellín (los más antiguos) y de otras universidades. Surgió entonces un pequeño grupo de funcionarios que documentaría las principales áreas de importancia en biodiversidad del país para apoyar la reflexión y modelos biogeográficos del “mono” Hernández, mente prodigiosa que regaló a cada persona que venía a verle, todos los datos, preguntas y tareas que tenía en su mente: él fue a un tiempo el mayor sistema de información de biodiversidad abierto al mundo, el mejor laboratorio de síntesis, el máximo representante de un compromiso con la biodiversidad colombiana.
En honor del “mono” se nombró el edificio principal de las instalaciones recuperadas, en un pequeño homenaje hecho el pasado jueves a algunos precursores de la institucionalidad ambiental colombiana al celebrar sus 20 años, los mismos del Sina, homenaje que también incluyó la reapertura de estos edificios institucionales y todas sus áreas de bosque: una nueva puerta a los Cerros de Bogotá, ese inmenso patrimonio natural que se ve de lejos pero no se disfruta, que se aprecia pero no se apropia.
Ubicados en el borde de la Reserva Forestal que ese mismo Inderena declarase en 1976, el Venado de Oro se convierte en base de experimentos de restauración social y ecológica, que en la zona cuentan con el concurso de la CAR, el Jardín Botánico, la Empresa de Acueducto de Bogotá y las diferentes secretarías del Distrito Capital, con sus programas de recuperación de quebradas y de uso de espacios públicos asociados. En unos meses el Instituto proveerá información, exhibiciones y espacios de participación para que los bogotanos conozcan más y accedan a las maravillas de nuestra biodiversidad, que incluye, a un paso de las rutas del trasporte público, más de un centenar de aves silvestres, las famosas orquídeas de Monserrate e incluso tigrillos y cusumbos, según datos recientes del Proyecto Bogotá Biodiversa de Procat Colombia.
La historia da muchas vueltas que se ven en el paisaje. Los cerros de Bogotá, hoy con 14.000 hectáreas dominadas por hermosos eucaliptales, inicia su transición hacia un parque renaturalizado, donde ya muchos propietarios comprometen sus predios en la restauración ambiental, como lo hizo el Club Metropolitan en días pasados, al entregar otro punto de acceso a la Reserva Forestal para su manejo por la Fundación Cerros Orientales: hay institucionalidad pública y privada que crece para demostrar que podemos convivir gozosamente con la biodiversidad, sin obsesionarnos por el oro del Venado…