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Parece que hay un consenso global respecto de la calificación del transporte aéreo como un servicio esencial. Desde el mismo instante en que estalló la crisis del coronavirus, las grandes economías globales adoptaron las medidas correspondientes para evitar el colapso de las aerolíneas. Hace pocos días, el Consejo de la Unión Europea le dio vía libre al gobierno francés para la inyección de unos US$7.650 millones a Air France. Una parte del préstamo será directo a la compañía e irá acompañado por una garantía real; la otra porción será un empréstito a los accionistas de la misma.
Esa inyección de liquidez tiene el objetivo de evitar el desplome de la empresa, luego de que sus directivos aseguraron que les fue imposible conseguir dinero en el mercado financiero. En Colombia, estamos ante el mismo debate, pero relacionado con Avianca. Han surgido posiciones, tanto a favor como en contra, frente a la posibilidad de que el Gobierno salga al rescate de la compañía que, debemos reconocer, garantiza la interconexión aérea de nuestro país.
El análisis debe adelantarse sin prejuicios chauvinistas. Pongamos al margen la dirección comercial actual de Avianca y la nacionalidad de sus principales accionistas. Acometamos el asunto con pragmatismo: si Avianca dejara de volar -cosa que no sucederá-, Colombia tendría un grave problema por delante. Aquella es la única aerolínea que actualmente cuenta con la capacidad instalada para cubrir el mercado aéreo en nuestro país.
Ahora, cuando estamos redoblando esfuerzos para reactivar nuestra economía con la salvación de sectores estratégicos como el turístico, no podemos desentendernos del trance que agobia a Avianca. Eso no significa que el Estado colombiano adquiera la obligación de inyectarle a esa compañía una cuantiosísima suma de dinero (se habla de más de US$1.000 millones); pero lo que sí puede hacer es facilitar la exploración de distintos escenarios para tomar una decisión en la que todos ganen: la aerolínea, el país, el empresariado nacional, pero, sobre todo, los usuarios.
Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la demanda de tiquetes aéreos en los Estados Unidos se fue al piso. La gente literalmente dejó de viajar. Muchas aerolíneas de ese país se vieron forzadas a acogerse al célebre Chapter 11. La declaración de bancarrota no significa una suspensión de operaciones; todo lo contrario. Las leyes estadounidenses -que aplican para Avianca- tienen el propósito de lanzar los salvavidas que permitan el reflote de las compañías agotadas financieramente.
Los mayores accionistas y directivos de Avianca tienen que empezar por dejar de meter miedo, amenazando con la suspensión definitiva de operaciones. Eso no es cierto.
Que Avianca, si efectivamente no cuenta con los medios para continuar, dé el paso declarándose en bancarrota para recomponer sus finanzas. Paralelamente, el Estado colombiano puede adoptar algunas medidas -tributarias, por ejemplo- para facilitar la recuperación no solo de esa, sino de todas las empresas que prestan servicios aéreos en nuestro territorio.
Es clave que se proceda con contundencia y mucha imaginación. Esta no es una situación de blanco o negro, pues el destino de Avianca está íntimamente ligado a la suerte de todo el sector turístico colombiano.