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Lo dije a tiempo: el mundo no está en recesión, sino en depresión. Pero las advertencias no sirven para absolutamente nada, si estas no vienen acompañadas de sugerencias, recomendaciones e iniciativas plausibles y eficaces.
La semana pasada, el Dane reveló un dato extremadamente preocupante: el desplome de nuestro PIB en 20% durante el mes de abril, la caída más fuerte de la historia de Colombia. No quiero pensar cuál será el resultado de mayo y junio, meses en los que más duramente se ha sentido la parálisis productiva.
He planteado, como muchos otros, que las secuelas económicas de la pandemia serán aún peores que la propia enfermedad. El desempleo, el cierre de empresas, la drástica reducción en la demanda de bienes y servicios y la desaceleración de sectores claves (como el de los hidrocarburos) se están convirtiendo en el fertilizante para discursos populistas e irresponsables que ponen en grave riesgo el libre mercado y la libertad de empresa en nuestro país.
Cuando las gentes pierden sus medios de subsistencia, ven cómo sus ahorros se esfuman rápidamente y se desaparecen posibilidades (como el acceso a una educación de calidad), son más susceptibles de creer en las “bondades” de modelos de probada ineficacia, como el que se implementó en Venezuela.
El Socialismo del Siglo XXI vendió la idea de que las riquezas naturales venezolanas, administradas con rigor y sin corrupción, alcanzarían para reducir la brecha entre ricos y pobres a través de la implementación de ambiciosos -en mi criterio fantasiosos- programas íntegramente subsidiados por el Estado. Cuando Chávez subió al poder, Venezuela extraía alrededor de 3,5 millones de barriles de petróleo al día. Hoy, la producción escasamente supera al medio millón. Y no es porque las reservas se hubieran agotado, sino porque el modelo económico fue tan desastroso que acabó con todo.
No se trata de asustar con el “coco” del llamado “castrochavismo”, sino de entender cuáles son las posibles consecuencias a las que nos estamos enfrentando, de no lograr una reactivación más o menos exitosa de nuestra malograda economía.
No podemos llamarnos a engaños, creyendo que lo que se desplomó en segundos, podrá reconstruirse en breve tiempo. Pero sí es importante, para efectos de atraer la inversión y de generar confianza, que se envíen señales en el sentido correcto. Además de las políticas y programas que lance el Gobierno, el sector privado tiene una misión colosal y ahí la banca juega un papel preponderante. Desafortunadamente -y así lo he dicho desde que comenzó esta crisis-, los banqueros han sido inferiores al desafío que nos ha planteado la naturaleza, lo que ha llevado a centenares de empresas a la quiebra, con graves efectos en materia de empleo.
Se ha repetido, como si fuera un lugar común, que de esta situación podemos salir adelante, si nos unimos. Y salir significa, además de la reactivación económica, evitar que, en dos años, cuando corresponderá elegir al próximo Presidente de la República, el país se vaya por el despeñadero populista.
Ojalá la banca deje la miopía y tenga la capacidad de hacer una mirada integral de la situación, porque nadie podrá controvertir que ellos -los bancos- serán los primeros damnificados en un régimen enemigo de la economía de mercado.