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Hace algunas semanas vengo exponiendo entre líneas un dilema de la sostenibilidad que me da y me da vueltas en la cabeza. La teoría dice que para poder hablar de un verdadero programa o modelo de desarrollo sostenible se debe lograr un balance o equilibrio entre los tres ejes que la componen: la protección del medio ambiente, el desarrollo económico y la sostenibilidad social. Claramente el reto está en lograr tal equilibrio, pero… ¿qué pasa si en la práctica uno toma mayor protagonismo que el otro? en ese orden de ideas estaríamos dando por sentado que ¿no existe tal sostenibilidad?
La guerra hoy lo ha puesto de manifiesto con el dilema de si los productos de defensa deben o no portar la etiqueta sostenible. El Fast Fashion lo muestra claramente en ciertas economías en las que atenta contra las condiciones laborales justas, salariales, de genero y edad. El transporte que dice llamarse sostenible parece que muchas veces favorece el aspecto económico y ambiental pero casi siempre deja el social por fuera.
Este equilibrio del que tanto se habla y se escribe pero que poco se practica es el que muchas veces genera brechas en la interpretación de la sostenibilidad. Es un reto al que poco se le miden los gobiernos, las empresas y los individuos y que al fin de cuentas abre toda posibilidad de crítica destructiva por quienes se encuentran a extremo y extremo de la sostenibilidad.
Que si es ambientalista y en el programa prevalece lo económico entonces no hay sostenibilidad. Que si es una persona más comprometida con lo social y el programa favorece lo ambiental, entonces no hay sostenibilidad y así nos la pasamos todos chutando la pelota y descalificando desde nuestro sistema de creencias, creyendo entender muy bien cómo funciona todo esto y poniendo por delante “nuestra” verdad absoluta.
Mientras haya desconocimiento y vivamos inmersos en un modelo económico lineal, lograr un balance es casi que una utopía. Para un pueblo o una comunidad podría llegar a ser mucho más sostenible desde lo social un sistema de transporte de motos o tuc que funcionan a gasolina pero que genera empleo en la región que a un sistema de buses de cero emociones, a todas luces sostenible con el medio ambiente pero que genera desempleo, accidentes de tránsito y ocasiona congestiones viales que bajan la productividad de las personas y por ende también es insostenible desde lo económico.
Ya lo decía Ruben Blades: “esta tierra está llena de gente / cada cual lleva un mundo en su mente / todo es según el color del cristal con que se mira / es por eso que te digo / yo a nadie critico”.
¿A gasolina o eléctrico? ¿Cuál es más sostenible? La clave está en el poder integrador de la estrategia desde los tres ejes, pero repito, un país como el nuestro acostumbrado a consumir de forma lineal y que carece de reglamentación al respecto siempre tendrá lugar para interpretaciones, posiciones extremas y vacíos conceptuales que terminan dando pie al greenwashing.
Todo depende del color del cristal con que se mira; en la sostenibilidad como en la vida, no se debe juzgar a priori sino estar atentos a estos temas para detectar oportunamente una mala práctica de lavado verde o por el contrario una buena práctica sostenible.