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Era tan gráfico en describir cómo torturaba, asesinaba y descuartizaba a sus víctimas que una tarde, mientras lo estaba entrevistando, sentí el deseo de pararme y salir del cuarto donde estábamos hablando. Durante mi trabajo de campo en Medellín, recogiendo historias de vida de paramilitares desmovilizados, había conocido a Carlos Luna, un joven de 25 años. Durante varios días me había compartido su historia de vida y de las circunstancias que lo habían llevado a ser un mando medio del Cacique Nutibara. Aquella mañana, en un calor sofocante, Luna me había confesado que para él asesinar se había vuelto una adicción. Yo estaba tan disgustado que quería levantarme e irme. Pero algo me detuvo.
Sentí que para mí era fácil juzgarlo y mirarlo desde arriba hacia abajo, desde un pedestal moral superior donde me había puesto a mí mismo. Era fácil porque yo había crecido en un entorno amoroso, con padres que se sacrificaron para educarme, y donde nunca nada ni nadie había amenazado mi vida. En aquel instante reconocí que también dentro de mí existía la misma capacidad de Luna de ser violento, de asesinar, si, como él, hubiera nacido en un contexto familiar y social roto. Por haber crecido en un contexto distinto no había tenido que acceder y desarrollar el potencial de violencia que está en cada uno de nosotros. Frente a esta intuición sentí empatía por Luna, que había crecido en una familia violenta y donde un primo lo había entrenado desde los 12 años como sicario. No sentí simpatía, ni justifiqué sus acciones, pero pude entender porqué su vida había sido tan distinta de la mía. Por eso no me levanté de aquella silla y seguí escuchándolo. Con el tiempo nos convertimos en amigos y un día me escribió un mensaje bonito. “Si hubiera tenido la oportunidad de estudiar y las circunstancias lo hubieran permitido me hubiera gustado poder ser uno de tus estudiantes”, escribió. Quizás, a través de nuestra amistad, Luna vislumbró un mundo de valores distintos del que había conocido.
Desafortunadamente, él nunca logró salir del mundo de la violencia en el cual quedó atrapado y un día, en una finca, lo asesinaron.
Quizás, una de las habilidades más importantes que podemos desarrollar es la empatía, que nos permite ponernos en los zapatos del otro y ver el mundo como él o ella lo ven. La empatía nos permite salirnos del encierro de nuestra experiencia limitada y de construir puentes de diálogos; de entender también las necesidades y los deseos de los demás. En el mundo que habitamos, el cual es cada vez más complejo, la empatía se ha vuelto una habilidad de liderazgo fundamental. Es la lección que me ha dejado mi encuentro con Luna; si yo he podido sentir empatía, y hasta compasión, por alguien que como él hizo de la violencia su profesión, es posible sentir empatía por todos, sin límites. Y estoy seguro de que si todos fuéramos más empáticos viviríamos en un mundo mejor. Quizás, si Luna hubiera experimentado más empatía en su vida, su camino hubiera sido distinto.