MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Tras un descanso de varias décadas, la inflación vuelve a acaparar los titulares de Occidente. No sin razón: solo en lo que va de este año, el IPC acumula un alza de 4% en EE. UU. y de 5% en Europa. En consecuencia, a muchos les viene a la memoria la década del 70 en lo que hoy se denomina la Gran Inflación. En aquella década, los precios de EE. UU. subieron a una tasa promedio de 7% anual y, bajo una clara espiral aceleracionista, la inflación acabó situándose por encima de 10%.
Fue finalmente la tardía pero decidida acción de la Reserva Federal americana lo que acabó sofocándola, tras aplicar una fuerte contracción monetaria que derivó en la dolorosa y doble recesión de principios de los 80.
Las similitudes con los 70 son muchas. Tanto actualmente como entonces, las primeras señales de inflación surgieron por un aumento exorbitado de ciertos costes (como consecuencia de eventos externos como la coordinación de la OPEP en los 70, la guerra de Yom Kippur, y ahora Ucrania, epidemias, eventos climatológicos y cuellos de botella). En ambos espacios temporales, las autoridades intentaron mitigar un daño “transitorio” con apoyos fiscales y monetarios.
Y tanto en el pasado como en el presente, también procuraron infructuosamente dirimir cuánto de la inflación venía de la restricción inicial en la oferta, y cuánto del posterior apoyo a la demanda. Finalmente, en ambos periodos se ha monitorizado de cerca el aumento de salarios, sabiendo que estos podrían señalizar la formación de espirales inflacionistas. Un “juego” en el que cada agente económico intenta esquivar los mayores costes negociando mayores ingresos, pasándose así la patata caliente entre unos y otros bajo una música de nunca acabar.
Pero hay una gran y esperanzadora diferencia: las autoridades monetarias ya no son las mismas que en los 70. Y no se trata de que estas sean ahora más estrictas con la inflación. En contraposición a la creencia popular, el error de Arthur Burns, presidente de la Reserva Federal a principios de la década de los 70, no estuvo en ser permisivo con el alza de precios, sino en ceñirse a un mal diagnóstico. Un diagnóstico en el que toda nueva alza de precios se atribuía a algún obstáculo transitorio de la oferta. Lo que sí distingue a la política monetaria actual es una mayor habilidad que descansa sobre tres sólidos pilares: mejor información, mayor autonomía y un entendimiento más matizado de la incertidumbre que enfrentan.
El primero ha sido profundamente debatido. Las autoridades cuentan con mejor información, no tanto gracias a la ingente cantidad de datos digitales sino a que saben dónde mirar. Destaca la monitorización exhaustiva de las expectativas de inflación futura, datos que empezaron a recolectarse a finales de los 70 cuando finalmente se entendió el rol central que estas juegan. Por otro lado, el segundo pilar -la autonomía de los bancos centrales- se da tanto por hecho que es raramente discutido.
Sin embargo, el tercero es el menos comentado, pero igual de importante que los anteriores: la mayor madurez de las autoridades monetarias a la hora de actuar, con transparencia (objetivos explícitos de inflación), con herramientas más efectivas (control de tipos en vez de masa monetaria), y con la humildad propia del que sabe más. En la actualidad, la política monetaria no avanza aferrándose a un “escenario base” bien definido, pero reconociendo y navegando la incertidumbre existente.