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La política económica de un país debe estar encaminada principalmente a lograr un crecimiento económico sostenido, que eleve el bienestar de los ciudadanos, y a reducir la pobreza y la desigualdad, que evitan que los beneficios de dicho crecimiento lleguen a todos.
En Colombia, la política monetaria liderada por el Banco de la República, pese a los ataques de algunos sectores, cumple estos objetivos a cabalidad manteniendo una inflación baja y estable en los últimos 20 años -hecho que beneficia sobre todo a los hogares de más bajos ingresos- y permitiendo que se puedan usar herramientas contracíclicas, como la reducción de tasas de interés, en momentos en que la economía requiere un impulso.
En contraste, la política fiscal ha tenido serias dificultades para lograrlo. Por un lado, el déficit presupuestal recurrente de 2%-3% del PIB y niveles de deuda cercanos a 60% han impedido que se utilice con tranquilidad como herramienta contracíclica. Por ejemplo, en 2020, se usó, como debía ser, para responder a los choques derivados de los confinamientos a través de mayor gasto, pero luego al querer hacer los ajustes correctivos necesarios empezamos a pasar afugias.
Por otro lado, tampoco ha servido como instrumento redistributivo. Análisis recientes muestran que el coeficiente de Gini de Colombia antes y después de impuestos y transferencias se mantiene invariable cerca de 0,5. Algo diferente a lo que sucede, según las estadísticas recopiladas por la Ocde, en Estados Unidos, donde pasó de 0,5 a 0,39 en los últimos años; en España, que tuvo una reducción de 0,506 a 0,33, o en el promedio de los países Ocde, donde pasa de 0,4 a un nivel mucho más aceptable de 0,3.
En nuestro caso, lo anterior es el resultado de que la política fiscal se encuentra bloqueada para cumplir sus objetivos. Esto por una estructura tributaria que no logra el recaudo suficiente y se recarga fuertemente en las empresas y en muy pocas personas (por ejemplo, tres millones de declarantes vs. 21 millones del caso español, en dos países con población de tamaño similar) y por decisiones de gasto público que favorecen a las clases más pudientes, destacándose tristemente el elevado subsidio pensional que llega en un 50% al estrato de más altos ingresos.
La reforma fiscal dada a conocer recientemente por el Gobierno Nacional es el paso correcto y factible en el actual ambiente social y ha sido apoyada acertadamente por amplios sectores económicos y políticos. No obstante, el Gobierno entrante en 2022 deberá volver a poner sobre la mesa reformas que desbloqueen el accionar de la política fiscal.
En materia de gasto, se agota el tiempo para una reforma pensional que reduzca los subsidios otorgados y luce imperativo mantener los avances que el DNP y la Dirección de Prosperidad Social han logrado en materia de actualización de bases de beneficiarios de subsidios. Y en materia de ingresos, será necesaria una nueva reforma que elimine exenciones sectoriales que no tienen verdadero beneficio social y que, a diferencia de lo que algunos sectores políticos mencionan, eleve las cargas de hasta 10% de la población de mayores ingresos del país, con lo que se ganaría en recaudo, control de evasión y se lograría un mayor empoderamiento de los recursos públicos por parte de los ciudadanos.
Son reformas impopulares, pero es lo correcto como legado a las generaciones de colombianos más jóvenes.