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Seamos claros, la reforma que eleva el monto de los recursos que el Gobierno Central debe transferir a los territorios y los ata a los Ingresos Corrientes de la Nación (ICN) no es una buena idea. Por un lado, no ataca las problemáticas de la descentralización y, por otro lado, genera una debacle que quebraría al fisco.
En el primer caso, el solo incremento de los recursos que llegan a los territorios no resuelve ningún problema y más bien crea otros. Por ejemplo, eleva los incentivos a que una parte importante de esa plata nueva se vaya a los bolsillos de la corrupción regional.
Las regiones deberían trabajar, primero, en fortalecer su capacidad tributaria propia, por ejemplo, pensando en actualizar su catastro y hacer más eficiente el cobro de ICA; en definir qué capacidades necesitan para formular y estructurar proyectos, atrayendo capital humano capacitado; y en tener claro los niveles de cobertura y eficacia que quieren lograr a través de la provisión de bienes públicos locales para mejorar los indicadores sociales de su región.
Una vez hecho este trabajo, se puede pensar en el monto faltante, que podría cubrir la Nación, para lograr los objetivos de desarrollo regional. Es hacer la tarea al derecho, primero las capacidades y competencias y luego los recursos. Recursos que, dicho sea de paso, deberían crecer en términos reales, pero no atados a una cifra tan volátil como los ICN.
En el segundo caso, las cuentas bien hechas muestran que esta reforma acaba con la estabilidad fiscal. Mucho se dice sobre que la descentralización debe recibir más recursos porque debe ser un objetivo prioritario del país. Y si bien uno podría estar de acuerdo y traer a colación la “filosofía pambeliana” que dice que es mejor tener más recursos que menos, también hay que decir que, el presupuesto público enfrenta una fuerte restricción de recursos y además debe cumplir otras prioridades adicionales: por ejemplo, pagar la nómina, las pensiones, los subsidios y la deuda. Incrementar las transferencias territoriales a costa de dejar de pagar alguno de esos otros rubros, pone en aprietos al Estado y eleva las tasas de interés de la deuda, y al final las de toda la economía, echando al traste, además, el objetivo de la reactivación.
Se ha dicho que el acuerdo reciente en el Congreso que baja el monto a transferir de 46% de los ICN a 39,5% en una transición de doce años resuelve los problemas, pero la verdad es que los números enseñan que el inconveniente estructural persiste. Un ejercicio sencillo muestra que, aún con 39,5% de ICN, el déficit fiscal que alcanzaría el Estado llegaría a 6% del PIB y la deuda se ubicaría en 70%, dejando muy maltratados los cimientos de la regla fiscal y toda su institucionalidad.
Por ello, hay que alzar la voz decididamente. Mucho se critica a la tecnocracia bogotana (que creo que es más técnica que bogotana) por oponerse a esta reforma con el argumento de que no quiere la descentralización, pero la verdad es que es esta tecnocracia la que ha sido el último muro de contención ante reformas que generan verdaderos daños estructurales. En este caso, hay consenso técnico en que en materia de descentralización fiscal se requiere primero hablar de competencias y capacidades y luego de recursos, al tiempo que se debe buscar un presupuesto público nacional menos inflexible y donde haya más espacio para la inversión.