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Hace varios años, estudiando en el exterior, en alguna reunión social uno de nuestros hermanos latinoamericanos mencionó la experiencia de su familia con la hiperinflación de su país al final de los años ochenta. Contaba que el día del pago del salario de sus padres era muy importante, pues apenas ocurría, ellos se apresuraban a ir a mercar. Demorarse unas horas más podía implicar que el sueldo no alcanzara para el mercado, pues lo precios cambiaban cada hora. Si les sobraba algo, lo convertían inmediatamente en dólares.
Escuchar esa historia me llevaba a pensar, cómo podía ser productivo un país si sus ciudadanos se la pasaban pensando en eludir el mayor impuesto de todos, la inflación, en sus actividades rutinarias. En Colombia, con una inflación que “apenas” llegó al 32% en su año pico, no fue notorio lo que sucedía en otros países de la región que tuvieron que luchar contra inflaciones de varios dígitos en los años ochenta y principios de los noventa.
En las últimas dos décadas, el logro colombiano de reducir la inflación a niveles de un dígito y mantener la política monetaria en cabeza de un banco central con excelente reputación, hicieron que esta variable saliera de la discusión pública y que se consolidaran varios de sus beneficios.
Por ejemplo, aparte del hecho de que los hogares colombianos no se preocupan en demasía por los incrementos de precios (un beneficio invisible), sobresale entre ellos, la creación de un mercado de largo plazo de deuda pública en pesos (TES) que ha beneficiado el financiamiento público. De esto se deriva la financiación más barata del sector privado, en el mercado de capitales o con crédito, y la posibilidad de que varios millones de hogares se hayan beneficiado hasta hoy de financiar su vivienda propia con créditos hipotecarios en tasa-cuota fija en pesos.
El discurso arrogante de aquellos que mencionan que la forma de solucionar los problemas presupuestales es poniendo la máquina de impresión de billetes a funcionar, como si a nadie se le hubiera ocurrido antes, olvida justamente todos esos beneficios que ha logrado el país en las últimas décadas.
Ante una emisión para prestar recursos al Gobierno, los agentes del mercado no son miopes: en el sector real empezarán a ver un mayor flujo de recursos que inevitablemente hará que se eleven los precios reiteradamente para equilibrar los excesos de pesos no compensados con mayor producción. Y, en el plano monetario-financiero se verán desvalorizaciones de los activos en moneda local porque los inversionistas empezarán a perder la confianza en la política económica, elevando su preferencia por activos en moneda extranjera. La conclusión será mayor inflación y mayor pobreza, justamente lo contrario a lo que los proponentes de esta teoría esperan. Los ejemplos recientes de Argentina y Venezuela, y de otros países latinoamericanos décadas atrás, ponen de presente esta realidad.
Esta es solo una prueba de que los atajos no son la respuesta a los problemas estructurales. La fórmula para el desarrollo y la atención de las demandas sociales pasa por elevar la productividad y generar crecimiento inclusivo en medio de una mayor contribución fiscal de todos, a través de un esfuerzo continuo de muchos años. Destruir todo lo construido en las últimas décadas apoyando ideas fáciles y populistas terminará, al contrario, llevándonos al desastre que otros ya han vivido.