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Hace unos días me invitaron a participar en un evento y en la ficha de inscripción, además de pedirme los habituales datos de identificación, finalizaban con la siguiente pregunta: ¿cómo te defines en una sola frase? La verdad, no supe qué contestar y comencé a dudar, sin saber bien qué debía escribir. De manera que pregunté para conocer las respuestas de otras personas y así tener algo más de contexto, antes de lanzarme con una “declaración de principios” de semejante envergadura.
Pude encontrar respuestas de todo tipo y debo reconocer que esa curiosidad me permitió clarificar cómo me puedo describir; pero, sobre todo, me sirvió para entender cómo se ve cada persona a sí misma.
En general, las respuestas se podrían clasificar en cuatro grupos. En primer lugar, había varias personas que se identificaban a sí mismas por lo que tenían: soy el dueño de tal compañía, tengo este diploma de esta importante universidad, y demás. Los del segundo grupo se definían por lo que hacían, lo que marcaba su día a día: ocupo tal cargo en esta empresa, soy el gestor de un determinado proyecto, alcancé tal reto, entre otras respuestas similares. Había también un tercer grupo de personas que para describirse a sí mismas enumeraba una lista de atributos, por lo general, positivos de lo que consideraban eran sus rasgos predominantes. Por último, había un pequeño grupo de personas que se definían con frases bastante sencillas que iban directas al sentido de sus vidas, mostraban con transparencia, sin pudor, lo que eran: soy una persona consciente de sus defectos…, estoy en constante aprendizaje…, quiero transformar algo...
Dándole vueltas a todas esas respuestas, creo que, por lo general, buscamos definirnos por medio de cualidades o experiencias positivas. De modo inconsciente, nos identificamos con el bien que somos capaces de hacer. Evidentemente, hacer el bien es algo bueno. Pero resulta “arriesgado” porque esa identidad, también es artificial. Es posible que llegue el día en que tal cualidad en la que pensábamos que destacamos sufra un descalabro: ¿dejamos de ser lo que somos el día que nos jubilamos o cuando por una enfermedad debemos renunciar a nuestra tarea?; ¿cómo recibiremos estos golpes si nos identificamos con nuestros logros? Esta identificación de uno mismo con el bien que es capaz de hacer conduce al orgullo que nos empuja a juzgar a quienes no hacen ese bien, o a impacientarnos con los que nos impiden llevar a cabo nuestro proyecto.
Creo que la mejor manera de definir lo que somos implica ser conscientes de que estamos de paso. Llegará un día en el que ya no estaremos, o no estaremos en plenas condiciones… Porque en realidad, ninguno de nosotros es imprescindible.
De esta forma, la pregunta cambia un poco y se convierte en: ¿cómo esperas que te recuerden? En este caso, la respuesta no depende de lo que “yo” escriba, sino de lo que los otros me reconocen. Cambia la perspectiva. No soy yo hablando de mí, sino que son los otros diciendo quién soy. Vale la pena aclarar que no a todo el mundo le importa lo que opinen los demás después de muerto. Sin embargo, puede ser un síntoma interesante: si eres una persona que se plantea influir positivamente en otros, seguramente querrás ser recordado como alguien que hizo todo lo posible para que este mundo fuese un poco mejor.