MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Mucha gente piensa que ser un buen directivo riñe con ser una buena persona. Consideran que es una decisión disyuntiva: o lo uno, o lo otro. Imposible ser las dos cosas a la vez, porque para tener éxito hay que asumir algunas conductas que impiden ser al mismo tiempo un buen ser humano. De acuerdo con ese modo de pensar, ser directivo implica priorizar el trabajo sobre cualquier otra cosa, exigir sin contemplaciones a los colaboradores para conseguir los resultados necesarios, “tener estómago” en la toma de decisiones o admitir alguna que otra deslealtad con los compañeros de trabajo para crecer en la organización.
Por lo general, estas personas justifican pragmáticamente su modo de proceder por haber sido contratados para producir resultados. Aunque este criterio solo aplica, obviamente, cuando esos resultados les afectan directamente a ellos; o sea, si se refieren a su bono de desempeño o a su continuidad laboral. En realidad, no es más que un planteamiento un poco cínico e interesado, pues, al final, nada vale más que el propio provecho, presentado como si se tratase del beneficio de la compañía.
Otros aclaran que, en los ámbitos diferentes del trabajo como su familia y sus amigos, funcionan de otra manera. Pero la vida es una sola y la persona que la vive es la misma, tanto si actúa como padre de familia o si lo hace como gerente de una multinacional. Cuando existen carencias importantes en un aspecto de la vida no habrá que esforzarse mucho para hallar problemas similares en los demás ámbitos.
En mi opinión, ser un buen directivo está, irremisiblemente unido a ser una buena persona. Porque ser un buen directivo no es solamente ser experto en una técnica o producir resultados que, en la mayoría de los casos, provienen de una bonanza o de un entorno favorable.
Dirigir implica resolver situaciones de todo tipo, pero, sobre todo, problemas relacionados con la dirección de otras personas. Ese ejercicio es un arduo camino que necesariamente perfecciona a quienes llevan a cabo esa tarea. Cuando el directivo practica la justicia se hace justo, cuando decide con fortaleza, se hace fuerte, o actuando con orden, se convierte en ordenado. Es decir, la capacidad de mejorar no depende de los demás, sino de cada uno con las decisiones que toma. De esta manera, el directivo se perfecciona haciendo actos buenos. Y esto no significa tener que pagar el salario más alto del mercado a los empleados, o renunciar a los beneficios.
La prudencia se convierte entonces en la virtud más importante que debe tener un directivo, pues permite comprender la realidad y actuar en consecuencia. Ni siquiera es suficiente con entender el problema o conocer la mejor solución, el buen directivo es el que actúa adecuada y oportunamente.
Por eso, el primer deber del directivo es su propia competencia profesional. Así, es de vital importancia cuidar su educación: muchos de los problemas de las empresas provienen de las incompetencias de sus directivos, que no prevén todas las dimensiones de esas situaciones complejas o no son capaces de crear el clima laboral adecuado. El segundo deber del directivo se deriva de su tarea de dirigir a sus colaboradores. Es el responsable de alcanzar la finalidad de la empresa, pero nunca pasando por encima de las personas, sino, precisamente, compatibilizando ser una buena persona y un buen directivo.