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Las mesas son muy importantes en nuestras vidas; más de lo que pensamos. No solo son un lugar de reunión o de trabajo. Las grandes decisiones siempre se han tomado alrededor de una mesa: desde la mítica mesa redonda del Rey Arturo hasta la poderosa mesa del despacho oval en la Casa Blanca.
En la vida cotidiana, es precisamente la mesa del comedor la que nos saca del individualismo al que estamos actualmente sometidos y se convierte en el lugar predilecto de la mayoría para conversar, celebrar, dar noticias importantes o discutir amablemente. Una simple mesa se transforma de esta manera en la escuela de la vida donde se aprende a compartir. Tal vez, por ese motivo, alrededor de la mesa del comedor han pasado las cosas más memorables de nuestras vidas.
En realidad, como su propio nombre indica, en la mesa del comedor la excusa es comer, pero lo relevante es sentarse con los más cercanos. Al comer juntos se abre la oportunidad de tener conversaciones importantes de una manera amable y distendida. Puede ser también el momento de contar historias y compartir experiencias o de aprender modales y destrezas sociales. En medio de las vidas tan apresuradas que llevamos, pasamos por alto la importancia de ese momento.
Sentarse a almorzar, implica experimentar la exquisitez de los productos del lugar junto a la compañía de otros. Por eso, la comida crea comunidad. El acto de comer solo está completo cuando se da en compañía. Y la compañía alcanza su plenitud al compartir el alimento. De este modo, la comida adquiere un profundo sentido de lo que es el ser humano. Al comer, el hombre experimenta que la existencia genuina solamente se da en plural.
La comida compartida hace que la conducta humana sea más espiritual y social. Así, la mesa del comedor es profundamente humanizadora y tiene una especial fuerza civilizadora. En mi caso, eso lo aprendí de niño, porque si me portaba mal en el comedor, me castigaban merecidamente, mandándome a comer en la cocina. De esta manera, era excluido temporalmente del resto de la familia por no saber estar a la altura de ese encuentro.
Cualquier comida es un acontecimiento especial, un evento único e irrepetible. Es una fiesta; un festín. No sucede sin más: requiere preparación, planificación y cuidado. Y todo es importante, también la presentación: vistas, olores y sabores se convierten en una experiencia estética y exquisita, elevándonos por encima de la imperiosa necesidad de comer para vivir, pues la comida solitaria se limita a la función biológica: comer solo es solo comer.
Comer con los seres queridos es el momento en el que las almas se explayan, se unen y se alimentan más que el mismo cuerpo porque se produce una transformación de los corazones, y hace que desaparezcan las hostilidades y recelos. Es un bálsamo en medio de las tensiones del día. Así como los artistas captan lo esencial, la mesa del comedor, como si de un hada se tratase, transforma a las personas a través de algo tan material y elemental como la comida y la bebida.
Por todo esto, desde aquí va mi agradecimiento a todas esas personas que me han enseñado a disfrutar ese momento tan cotidiano, pero a la vez tan importante, y a descubrir el valor incalculable de compartir alrededor de la mesa del comedor. Especialmente, se me viene a la memoria el recuerdo de mi madre, llamando: ¡la comida está servida! ¡A la mesa!