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Al comienzo de la cuarentena hubo en muchas partes del mundo un ritual de agradecimiento dirigido a los profesionales de la salud que participaban desde la primera línea en la batalla contra la enfermedad. Era un aplauso colectivo de reconocimiento y gratitud por su heroísmo y generosidad y, al mismo tiempo, una muestra del sentimiento de pertenencia grupal y de una conciencia compartida. Émile Durkheim lo definiría como “efervescencia colectiva”, que sucede cuando una comunidad expresa unánime el mismo pensamiento y simultáneamente participa en la misma acción.
Aplaudir durante la pandemia tuvo dos efectos en esos lugares: por una parte, emocionó profundamente a los que participaron en esos aplausos, y, por otra, unificó a esas mismas personas alrededor de un gesto de solidaridad. Fueron expresiones y mensajes muy poderosos tanto para quienes las expresaron como para quienes las recibieron. Además, esos aplausos se convirtieron en “transformadores emocionales”, es decir, fueron capaces de convertir las emociones negativas que experimentamos en tragedias colectivas como guerras, atentados o catástrofes naturales, en impresiones positivas. Porque cuando agradecemos y podemos explicar por qué lo hacemos, cambia nuestra atención en lo negativo y nos enfocamos hacia lo positivo de nuestras vidas. El agradecimiento engrandece el espíritu.
Los aplausos ya terminaron por diferentes motivos. Sin embargo, perdura el sentimiento que nos obliga a valorar el esfuerzo que realizaron los trabajadores de la salud, y el deseo de corresponder de alguna manera, pues somos conscientes de que recibimos un regalo, un don inmerecido y la justicia nos empuja a mostrarnos agradecidos y generosos con los demás.
Por eso, hemos intentado mostrar nuestra gratitud de otras maneras: tal vez, ofrecimos mayores propinas de las habituales a los repartidores de domicilios. O quizás, nos sorprendimos dando un sincero agradecimiento a los trabajadores del supermercado o de la farmacia en el momento de pagar. Y, cuando las cosas se pusieron difíciles en casa, le recordamos a nuestra pareja o a nuestros hijos todas las cosas por las que nos sentimos agradecidos.
Pero, agradecer no es tan fácil. Y, desafortunadamente, no es tan frecuente. Algunos ven el agradecimiento como una carga, y prefieren rehuirlo antes que pasar por ese apuro. Para agradecer genuinamente, hay que valorar en su justa medida lo que se recibe, incluso a pesar de haber pagado por ello. Para esto es imprescindible conocerse a uno mismo, pues el agradecimiento surge al reconocer nuestras propias carencias y la necesidad que tenemos de recibir ayuda de parte de los demás. Incluso, habría que añadir también las propias cualidades entre los motivos de agradecimiento, pues nos tocaron providencialmente.
Soy de los que piensan que las personas que descubren habitualmente motivos de agradecimiento tienden a ser más alegres, porque cuando alguien agradece de corazón no puede estar triste.
Además, la gratitud es realmente imprescindible cuando se pretende alcanzar un futuro más positivo y estás dispuesto a confiar en otros para que te ayuden a conseguirlo. Pero creo que el potencial de la gratitud solamente se desarrolla completamente cuando la gente es capaz de expresar su gratitud con palabras. Cuando lo escribimos o lo decimos. Por cierto, ¡gracias por leer esta columna hasta el final!