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Todavía tengo grabada en mi memoria la conversación con un amigo que agonizaba en su cama por un cáncer terminal. Era un hombre mayor y estaba “de vuelta” de la vida. En sus años de ejercicio profesional había ocupado todo tipo de cargos importantes en diferentes compañías, incluso, llegó a ser el presidente de la organización empresarial más importante de su ciudad. Sin embargo, al final de su vida laboral, en vísperas de su jubilación, se aventuró en un negocio con la mala fortuna de que la crisis estalló justo en ese momento y le hizo perder los ahorros de toda una vida, quedándose sin nada, a expensas de sus hijos.
Con la muerte pisándole los talones, veía la vida desde otra perspectiva. Y con la franqueza y espontaneidad que le caracterizaba, me dijo en un tono solemne que sonaba a despedida final: ahora que me estoy muriendo, puedo afirmar que me arrepiento de muchas cosas… pero no me arrepiento de haberme arruinado y de haberlo perdido todo. En cambio, me arrepiento de no haberle dedicado más tiempo a mi esposa, a mis hijos, a mis nietos, a mis amigos... Y comenzó a repasar la larga lista de sus conocidos con los que consideraba que tenía deudas de amistad. En muchos casos, eran consejos que no había podido dar por falta de tiempo… o de coraje.
El día de sus exequias fue difícil de olvidar. A pesar del calor propio de su ciudad, acentuado por un sol inclemente, el número de personas que acudió al funeral fue llamativamente grande, al menos para mí, que esperaba encontrar solamente a la familia cercana.
Varios cientos de personas se acercaron al cementerio para darle un último adiós y, con su presencia, rendirle un homenaje póstumo. Los asistentes eran muy diferentes: ricos y pobres, viejos y jóvenes, compañeros de profesión, antiguos empleados, socios, parientes y amigos. Y fue precisamente en ese instante, en el cementerio, mientras retumbaban en el aire las paladas de arena que caían sobre su ataúd, cuando pensé que la vida de mi amigo fue una vida que había valido la pena vivir, a pesar de los pesares…
Vivir para trabajar puede estar bien. La sensación embriagadora del éxito, de sentirse útil e importante, de hacer cosas interesantes, de acumular experiencia y dinero, todo eso, es fascinante y muy seductor. Sin embargo, hace falta ser muy auténtico para no caer en la autocomplacencia y la presunción. Para no creérselo, como dicen ahora.
De otra parte, trabajar para vivir implica tener claro que estamos de paso, que no somos imprescindibles, que algún día, quizá no muy lejano, ya nadie se acordará de nosotros. Trabajar para vivir, significa convertir el trabajo en un medio y no en un fin. Supone tener claras las prioridades y no darnos demasiada importancia. Trabajar para vivir es aceptar el fracaso como un camino de aprendizaje. Significa liberarse de la tiranía del reconocimiento, del poder o del dinero que solamente nos pueden proporcionar los demás y descubrir ese “algo” de la vida que es más importante aún que el trabajo.
Porque, como me enseñó mi amigo en el lecho de muerte, solamente tenemos una vida y tenemos que gastarla en algo que de verdad valga la pena.