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Me he referido en otras ocasiones, a través de esta misma columna, a la imposibilidad de alcanzar una comunidad de propósito como país y una comunión de sentido como nación, si nuestra cotidiana comunicación social y política no logra drenar toxinas, suspicacias, insultos, desconfianzas, timos, dobleces y prejuicios.
Esas dificultades de nuestra comunicación social y política son explicadas y al mismo tiempo escaladas, por dos fenómenos que coexisten en el país y son dos caras de una misma moneda: el resentimiento y el arribismo.
El común denominador de ambos fenómenos es un explícito y consciente odio hacia el otro y un sutil, e inconsciente, desprecio hacia sí mismo.
El resentimiento desprecia y odia, desde un autoimpuesto estar abajo, a todo lo que les represente un amenazante “los de arriba” , mientras que el arribismo lo hace, desde un autoasumido estar arriba, hacia todo lo que les represente un amenazante “ los de abajo”.
Ambos fenómenos coinciden en la incapacidad de reconocer la radical dignidad del otro y reducirlo a punta de sus propios y particulares prejuicios. Igualmente, ni resentimiento ni arribismo reparan en la solidez ética y estética de sus actos y de los medios a los que recurren para alcanzar sus objetivos.
El resentimiento, caldo de cultivo para el populismo, precipita el juicio de creer que todo lo del rico y fuerte, es robado.
El arribismo, caldo de cultivo de clasismo, precipita el juicio de que todo lo del pobre y vulnerable, es robado.
Populismo y clasismo corroen a la democracia.
El resentimiento puede llevar a los vulnerables a creer que su fragilidad y vulnerabilidad es culpa de otros, y que a ellos mismos no les cabe responsabilidad alguna en la superación de la propia circunstancia.
Los resentidos suelen reclamar para ellos soluciones paternalistas que reproducen estructuras de dependencia.
Los resentimientos suelen verse atrapados en esas narrativas de izquierdas cada vez más siniestras que quieren acabar con todo desde su talante revolucionario.
El arribismo puede llevar al privilegiado a creer que su fortaleza y facilidades nada tienen que cuestionarse respecto a la vulnerabilidad de otros, y que los vulnerables son los únicos responsables de haberse labrado su propio destino.
Los arribistas suelen pensar que los problemas de justicia social se resuelven a punta de asistencialismos.
Los arribismos suelen verse atrapados en narrativas de derechas cada vez menos diestras y cada vez más quietistas que no quieren dejar cambiar nada desde su talante reaccionario.
Los resentimientos anhelan que la solidaridad participe de la envidia y los arribismos pretenden que la solidaridad sea mera actitud lastimera. Ambas posturas acotan las capacidades transformadoras de la solidaridad, cuando ésta se ejerce como un derecho y permite participar activamente en la gestión del bien común.
A un proyecto que busque más y mejor democracia, poco le sientan bien las narrativas y prácticas del resentimiento y del arribismo. La autointoxicación psicosocial que representan ambos fenómenos exige una alquimia en el alma nacional y una apuesta radical por dignificar a personas y comunidades.