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Colombia transita en medio de un laberinto de valores y una torre de babel. La patria vive una crispación emocional, una vorágine de incertidumbres, una sobredosis de ideologías y un déficit de ideas creativas.
El alma de la nación está desgarrada, acongojada, perpleja, angustiada.
La desesperanza permea diversos círculos y conversaciones.
No hay en el espectro de las narrativas políticas, económicas, sociales y culturales, un relato que se haya mostrado capaz de convocar a los colombianos, a crear una comunidad de propósito como país y una comunión de sentido como nación.
Las narrativas, a la fecha, son reacción contra algo, contra alguien; no existe relato en pro de algo, ni apuestas programáticas seductoras.
Se agita el resentimiento como torpe fórmula para lograr justicia social, con la vocería de izquierdas cada vez más siniestras que quieren voluntariosamente cambiar todo.
Se agita también el arribismo con torpes fórmulas para conservar un orden y statu quo a como dé lugar, esto, con la vocería de derechas cada vez menos diestras y cada vez más quietista.
De manera simplista, unas voces proponen la deificación del mercado y la demonización del Estado mientras otras deifican al Estado y demonizan el mercado; en medio de esos sectarismos, la economía social y solidaria terminan condenadas a la marginalidad política.
Colombia necesita de más y mejores empresas y empresarios, de más y mejores trabajos y trabajadores, tanto en el sector privado, en el sector público y en el llamado tercer sector o sector social.
La corrupción, de ser un fenómeno a mantener en sus justas proporciones, devino en “política de Estado”.
Los violentos se pavonean imponiendo agendas en diversos escenarios territoriales.
El Narcotráfico y otras formas de ilegalidad, siguen sin reconocerle valor a nada y asignándole precio a todo, hasta el desprecio.
Ningún ciudadano colombiano con sentido común, talante republicano y amigo de la autonomía y dignidad nacional, sueña con ver a su jefe de Estado, sometido al voluntarismo de un jefe de Estado de otro país.
También es cierto, que ese mismo ciudadano, tampoco disfruta ver las genuflexiones de su jefe de Estado con un régimen dictatorial que se ha robado las elecciones presidenciales en un país vecino, al tiempo que fanfarronamente predica letanías ideológicas, literalmente trasnochadas, contra un jefe de Estado, elegido popularmente y con mayorías incuestionables, que resulta ser el legítimo representante estatal del principal socio comercial de Colombia.
Y con todo esto, el alma de la nación no está hecha del todo girones, aún.
En Colombia las personas probas y pacíficas son, de lejos, mayoría frente a los corruptos y violentos; los que están prestos a ejercer su derecho a solidarizarse y participar en la gestión del bien común superan con creces a indiferentes y pesimistas; los buenos empresarios y trabajadores se dan silvestre; son estas personas las que, con sus emprendimientos y trabajos privados, públicos y sociales, están llamadas a tejer los hilos de la cohesión nacional y las esperanzas cotidianas que permitan avanzar y profundizar la democracia sostenible en Colombia.