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En anteriores columnas he mencionado la importancia de trabajar en pro de “Más y mejor democracia”; he afirmado que la democracia, más que un procedimiento, implica el ejercicio de virtudes y que su renovación es una empresa espiritual.
Por lo anterior, aporto una primera reflexión sobre el potencial de la teología cristiana y católica para ayudar a resolver el laberinto de valores y la torre de babel en medio de los cuales hoy transitan nuestras comunidades locales, nacionales, supranacionales, tanto a nivel iberoamericano en general, como en Colombia en particular.
La vocación del catolicismo es universal y su mensaje se dirige tanto a sus fieles, como a personas de buena voluntad en el marco del diálogo ecuménico.
Los retos de sostenibilidad cultural, social, económica, ambiental, alimentaria, energética, digital y política a nivel global y local, exigen superar teologías georreferenciadas y estratificadas.
Más que una teología de la liberación latinoamericana con opción preferencial por los pobres, urge una teología desde Iberoamérica en diálogo edificante y fluido con el mundo, con una opción preferencial por el otro-prójimo, en su radical dignidad y en su particular circunstancia, comprometida en iluminar el trabajo personal y comunitario para la sostenibilidad integral y de la democracia.
El bien común como horizonte; la dignidad de la persona y las comunidades como principio; la sostenibilidad, la autonomía, la digna diversidad y la subsidiariedad como criterios; el Estado, el mercado y la economía social como medios; la solidaridad como ética y la vida como estética; tienen en el pensamiento social de la Iglesia Católica desarrollos referenciales claves para que nuestras sociedades puedan promover la libertad creativa y responsable, sin libertinajes individualistas; la igualdad, sin igualitarismos colectivistas y la auténtica fraternidad, sin sectarismos identitarios.
Toda persona y toda organización civil tiene el derecho a ejercer de manera autónoma y responsable su solidaridad para participar activamente en la gestión del bien común. La solidaridad tiene momentos de caridad: dar pescado; de justicia: equidad en el acceso al pescado y liberación: aprender a pescar con el otro.
El bien común supera ideologías mercadocéntricas-estadofóbicas, estadocéntricas-mercadofóbicas y voluntarismos de ciertas expresiones de la economía social.
Valora la empresa y los empresarios, el trabajo y los trabajadores. Rechaza prácticas rentísticas del capital, la tierra, el trabajo, el conocimiento y la información.
Respeta la autonomía de diversas expresiones de la sociedad civil, la familia, el vecindario, las iglesias, los gremios, los sindicatos, las universidades, así como la autonomía de diversas ramas del poder público. Sin autonomías no hay democracia.
Una teología de la solidaridad y el bien común entiende que una vocación por lo popular no avala populismos que instrumentalizan los anhelos sociales; la encíclica Fratelli Tutti es clara al respecto.
Una teología de la solidaridad y el bien común, desde Colombia e Iberoamérica, no debe agitar narrativas de odios, resentimientos, arribismos y enemistades, y debe ayudar a romper prejuicios e inercias atávicas.