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Estamos a pocas semanas de conocer el resultado definitivo de la tercera iniciativa del presidente Iván Duque para equilibrar las finanzas públicas, iniciativas que en otro contexto llamaríamos reformas tributarias. La temporalidad no puede ser la mejor en términos económicos, a pesar de ser la peor en términos políticos. Por un lado, las necesidades presupuestales causadas por la crisis económica no dan espera y la profundidad de esta allana el camino para aprobar reformas económicas. Pero por el otro, hacer cambios tributarios al final de un periodo presidencial es arduo políticamente.
La tercera iteración de dichos cambios busca revertir en buena medida las innumerables y complejas exenciones tributarias introducidas en la Ley de Financiamiento de 2018 y la Ley de Crecimiento Económico de 2019, a la vez que plantea un esfuerzo sin precedentes por parte de la clase media para solidarizarse con los más necesitados de Colombia. Por lo tanto, estamos frente a una reforma que, a pesar de ser ambiciosa, no reconfigura decididamente la estructura tributaria del país. El Gobierno acude de nuevo al sector formal de la economía para solventar sus necesidades de financiamiento, ampliando para ello la base tributaria formal y con ello el concepto mismo de clase media en nuestro país.
Ahora bien, la ampliación de la base de impuesto de renta contemplada en la propuesta presentada por el Gobierno es bienvenida y estamos en mora de hacerla. Los empleados formales deben ser conscientes de lo privilegiados que son en una estructura social como la colombiana, en la que existen municipios en los cuales 98% de su población se desempeña laboralmente en la informalidad. Algo similar sucede con los pensionados, quienes deberán tributar por concepto de renta a partir de cierto umbral, corrigiendo de cierta forma las marcadas desigualdades de un sistema pensional altamente subsidiado. Ampliando la base de renta aseguramos más recaudo, promovemos la progresividad y la solidaridad de la política fiscal y, quizás más importante aún, generamos cultura tributaria en un país caracterizado por la opacidad en el pago de impuestos. En términos de progresividad preocupa que se hayan replanteado a la baja iniciativas socializadas por el ministro de hacienda con anterioridad, como la relativa al incremento al impuesto al patrimonio.
La ampliación de la base de productos gravados con IVA es igualmente deseable, aunque la tarifa es muy alta comparativamente con países de ingreso similar al nuestro, y golpea de nuevo el bolsillo de la clase media más que proporcionalmente por cuenta del IVA a algunos bienes de la canasta alimentaria, a los servicios públicos, al servicio de internet y a los combustibles, principalmente.
Una mención aparte merece la modificación estipulada en el articulado presentado con respecto al cambio de exentos a excluidos de algunos productos agrícolas. El asunto parece menor, dado que muchos de esos productos no están gravados con IVA, pero en la práctica el impacto es considerable pues sus productores ya no podrán descontar el IVA pagado por los insumos usados para producirlos. El consumidor asumirá mayores precios para dichos productos, introduciendo una asimetría frente a los importados que no tendrán que subir sus precios y afectando así la producción agrícola.
Finalmente, es preocupante lo relativo a las facultades extraordinarias consignadas en la propuesta para que el Presidente pueda reestructurar el Estado, toda vez que esto abre la posibilidad de que el presidente enajene bienes del Estado sin la debida deliberación democrática.