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Según la más reciente encuesta del Dane, en conjunto con la FAO, 28,1 de cada 100 hogares en Colombia se vieron forzados, muy a su pesar, a disminuir la cantidad y calidad de los alimentos ingeridos al menos una vez en los últimos 12 meses, debido a la falta de ingreso y de capacidad adquisitiva, impidiéndoles acceder a los mismos. Pero este dantesco cuadro es aún más dramático, cuando la misma encuesta logra constatar que para 4,9% de ellos la prevalencia de inseguridad alimentaria se califica como grave, lo cual se traduce en el hecho aberrante que en casi cinco de cada 100 hogares al menos una persona del núcleo familiar se quedó sin comer durante las 24 horas del día por física falta de plata.
De dicha encuesta se sigue que 15,5 millones de personas de carne y hueso padecen la inseguridad alimentaria, pero el mayor número de ellas se concentra en los centros poblados y rural disperso, lo cual no deja de ser paradójico porque como lo acota la directora del Dane, Piedad Urdinola, “la mayoría de los alimentos se cultivan en las zonas rurales”. Pero, olvida ella que allí es donde la pobreza y la exclusión social se ensaña en la población más vulnerable y vulnerada del país. También llama la atención que la afectación de la inseguridad alimentaria sea mayor en los hogares en donde la mujer es cabeza de familia (31%) en contraste con aquellos en los que es el varón (26%).
Los porcentajes y los promedios son engañosos, porque las colinas pasan por valles y estas por aquellas. De allí la necesidad de escudriñarlos para develar la procesión que va por dentro de las frías cifras. Ello nos permite constatar que mientras a nivel nacional el número de hogares en condición de inseguridad alimentaria es de 21,8%, las dos regiones del país en las que se concentra el mayor número de hogares en condición de inseguridad alimentaria son el Caribe y el Pacífico con 40% en promedio. El contraste es mayor cuando se compara con el promedio de los departamentos del “interior”, que oscila entre 14,6% y 20,2%.
Y si desagregamos la cifra que corresponde a la región Caribe, nos topamos con que los departamentos de Córdoba (70%), Sucre (63%), Cesar (55%), Bolívar (51%) y La Guajira (50%), superan ampliamente el promedio regional de 40%. A excepción del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, que con 17,2% de sus hogares en condición de inseguridad moderada o grave, sólo escoltado por el departamento de Caldas con 14,6%, el resto de los departamentos de la región Caribe supera en este registro el promedio nacional del número de hogares en condición de inseguridad alimentaria moderada o severa. Cuatro de los ocho departamentos del Caribe puntean en el deshonroso top cuatro!
Colombia se caracteriza por ser el país de las desigualdades, por enormes desequilibrios y asimetrías regionales y por ostensibles brechas sociales, en el que las rezagadas regiones del Caribe y la Pacífica llevan la peor parte, las cuales registran un índice de necesidades básicas insatisfechas (NBI) desbordado con respecto al centro del país. Estas disparidades no sólo persisten sino que se agravan con el paso de los años y así lo muestran y demuestran diferentes medidas antropométricas, biométricas y seguridad alimentaria, constituyéndose en las regiones con peor desempeño en términos nutricionales
Con razón afirma la directora de El Heraldo, Erika Fontalvo, que “en la región Caribe enlazamos una crisis tras otra sin haber superado la anterior…La pobreza y el hambre son dos caras de la misma moneda que obligan a los hogares a renunciar a casi todo”. Y así arribamos a una sumatoria de crisis cuyo efecto acumulativo que afecta en mayor grado a los más vulnerables, particularmente a los pueblos aborígenes.
Aunque con algunas particularidades y especificidades, la causa raíz de esta lacra social es la misma en todo el país, sólo que en ciertas y determinadas regiones, como lo son el Caribe y el Pacífico se acentúan y cobran mayor relevancia. En cuanto a la disponibilidad de los alimentos y el acceso a los mismos influye notoriamente la dependencia en más de 35% de la importación de los mismos, agravada por la inflación y la devaluación del peso en los últimos dos años. Estas últimas, además, afectan los costos y los precios internos por el carecimiento de los insumos agrícolas importados.
También influyen y de qué manera el exacerbamiento de la conflictividad social, el desplazamiento, el confinamiento y la migración, que tienen como telón de fondo la concentración de la tenencia de la tierra (Gini de tierras 0,86 y Gini de propietarios 0,88) y el marchitamiento del sector agrícola que pasó de representar 18% del PIB en 1990 a 6% actual. A ello han contribuido la apertura atolondrada de la década de los 90 y el prurito de la firma de tratados de libre comercio (TLC) a la topa tolondra, sin estar preparados para ello, en la primera década del siglo XXI.
Si bien programas como Ingreso Solidario y ahora la Renta Ciudadana, consistentes en transferencias monetarias constituyen paliativos de la inseguridad alimentaria, la desnutrición y el hambre, no van a la raíz de esta problemática. Hay que ir más allá de las medidas asistencialistas. Este es un paso muy importante en la dirección correcta, pero que sólo conducirá al cumplimiento de 2º de los 17 Objetivos de desarrollo sostenible (ODS) contemplados en la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, Hambre cero, con la Reforma agraria integral, primer punto del Acuerdo final firmado entre el Estado colombiano y las Farc.
Llegó la hora de revivir y actualizar el programa El Caribe sin hambre que se formuló y estructuró en 2011 con el apoyo del BID, el cual estamos retomando en el Plan Estratégico Regional (PER) recién aprobado en su versión preliminar el pasado 30 de junio por parte del Consejo regional de la Región Administrativa y de Planificación (RAP) del caribe.