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A raíz del enardecimiento de su población y de las multitudinarias manifestaciones, sin precedentes en los 29 años de vida democrática de Chile después de la caída del sátrapa Augusto Pinochet, que sacudió sus cimientos, el presidente Sebastián Piñera reaccionó militarizando las calles de Santiago. Al referirse a la revuelta popular, se apresuró a espetar que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”, asumiendo e insinuando que eran fuerzas externas, extrañas al país, quienes aupaban y estimulaban la protesta. Esta declaración exacerbó aún más los ánimos y atizó la protesta.
Pero a poco andar recapacitó y, ante la realidad de los hechos, le tocó entonar la palinodia y aceptar que este era su problema. Esto dijo, retractándose de su primera declaración: “los problemas se acumulaban desde hace muchas décadas y los distintos gobiernos no fueron ni fuimos capaces de reconocer esta situación en toda su magnitud. Reconozco y pido perdón por esta falta de visión”.
Más claro no canta un gallo. Y, a renglón seguido, procedió a anunciar seis medidas, todas ellas de tipo social, en su intento de sofocar las llamas que amenazaban con abrazar al establecimiento. Son ellas: reajuste del gabinete, una reforma del sistema de pensiones, salud y medicamentos, los ingresos mínimos y las tarifas eléctricas. Y, como si esto fuera poco, se está abriendo paso una reforma de la Constitución.
Cabe preguntarse qué pasó en Chile, cuyo modelo económico se consideraba paradigmático en Latinoamérica y de la noche a la mañana se produce semejante estallido. Según el profesor emérito chileno de la Universidad de Oldenburg (Alemania) Fernando Mires en su país existe un “fuerte malestar de fondo, oculto y reprimido que de repente aparece a borbotones”. En su concepto, dicho malestar viene provocado por las fuertes desigualdades sociales que generan “privilegios solo al alcance de unos pocos, lo que termina generando un resentimiento social en la vida cotidiana del país”. El rechazo al aumento en el precio del pasaje en el Metro en 30 pesos fue sólo el florero de Llorente.
Chile y Colombia tienen en común que lograron reducir sensiblemente la pobreza y la pobreza extrema, en virtud del largo ciclo (2003-2012) de precios altos de las materias primas (cobre, petróleo, carbón, oro y ferroníquel, especialmente), gracias al cual en Colombia, por primera vez, la clase media supera el porcentaje de la población que está por debajo de la línea de pobreza. Pero, ojo, gran parte de esa clase media está en condiciones de vulnerabilidad, esto es, con un pie en la clase media y el otro en la pobreza, en riesgo de volver a caer en la trampa de la pobreza y se resiste y lucha para impedirlo.
No cabe duda que lo que está fallando es el modelo y la política económica y social que de él se derivan. Como lo sostiene el Nobel de economía Joseph Stiglitz, “las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba, en vez de derramarse hacia abajo…Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.
Y de contera, ni en Chile ni en Colombia se ha reducido en un ápice siquiera la enorme desigualdad que acusan. Colombia es el segundo país más desigual del continente y el cuarto en el planeta y nada se está haciendo para cerrar las brechas tanto en ingresos, como en la riqueza y, en la peor de todas, en la tenencia de la tierra. Chile con un coeficiente Gini de 0,45 y Colombia de 0,51 están entre los más altos de la región. Bien dijo el célebre politólogo estadounidense Francis Fukuyama que “la desigualdad deslegitima el sistema político, da origen a movimientos sociales y a actores políticos antisistémicos, configura el escenario para conflictos sociales fuertemente polarizados y para una lucha por beneficios” y ¡este es el caso!
Como lo afirma el expresidente de Chile Ricardo Lagos, “hay razón para salir a las calles. Teníamos un 40% de pobres y ha bajado a un 10% en las últimas tres décadas. Ese 30% tiene nuevas demandas. La primera, no volver a ser pobre, pero la segunda es la necesidad de que el Estado provea más bienes públicos de los que proveía antes. Bienes gratuitos que permitan tener una mejor educación, una mejor salud, una mejor vejez”. En Colombia, como en Chile, la población vulnerable, esa misma que “tiene nuevas demandas” y que teme recaer en la pobreza, según la exministra Cecilia López, es 39% (¡!). Claro está, algo va de Chile, en donde el ingreso per cápita es de US$15.300, a Colombia, en donde a duras penas llega a los US$4.500, menos de la tercera parte. Según el presidente de Anif Sergio Clavijo, con el magro crecimiento actual del PIB de Colombia, esta tardará 45 años para equipararse con Chile.
Ello, sumado al cáncer de la corrupción, que ha hecho metástasis en la región, explica que, según la más reciente encuesta del Latinobarómetro, en Colombia sólo 40% de los colombianos apoya la democracia. Y no propiamente porque prefieran la dictadura, sino porque la democracia de papel no les sirve para nada, en nada cambia sus precarias condiciones, esa que consagra en la Constitución Política que todos somos iguales ante la Ley, pero en la práctica se excluye de sus beneficios a amplios segmentos de la población.
Como lo apuntó sardónicamente el Nobel de literatura José Saramago, “hay palabras que son latas vacías. Una que no está completamente vacía, pero se está vaciando rápidamente es la democracia”.