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La política con Venezuela del gobierno Duque fue un fracaso. Fracasó por ingenua, y porque estaba centrada en el derrocamiento de Maduro, y no en la transformación gradual del régimen: un objetivo más realista. Sin embargo, no fue un fracaso absoluto: Duque mostró hospitalidad, y legalizó la situación de millones de venezolanos. Así mismo, el desprecio que la comunidad internacional siente por Maduro se debe en alguna medida a que Duque le dio la vuelta al mundo en el avión presidencial, con delegaciones exageradas, denunciando la tiranía. La exclusión casi completa de Venezuela de la OEA se le debe también a la insistencia del gobierno anterior. Pero Duque se equivocó: en su desmesura, pensó que él iba lograr acabar con la dictadura venezolana, cerró completamente el diálogo con el régimen (no lo cerró con otras dictaduras), y rompió las relaciones consulares, dejando abandonados a los colombianos en Venezuela.
Maduro, desde Caracas, vio subir y bajar a Duque y ha logrado mantenerse en el poder. La economía ha mejorado y la inflación ha bajado. En Venezuela, sin embargo, persiste la tiranía y la cleptocracia. No en vano, Human Rights Watch define al régimen como uno que usa “represión brutal, con fuerzas de seguridad y grupos armados pro-gobierno que cometen abusos infames, incluyendo ejecuciones extrajudiciales, secuestros, desapariciones, arrestos arbitrarios y tortura”.
El presidente Petro y el canciller Leyva han transformado la relación de Colombia con Venezuela, reconociendo al régimen de Maduro, normalizando las relaciones, y siguiendo un patrón que los ha llevado a Cuba, descrita por el canciller como una “tierra de paz”, o a la OEA, donde Colombia se abstuvo de denunciar la violencia del régimen de Nicaragua.
El primer viaje que hizo Leyva, aún antes de que iniciara el gobierno de Petro, fue a Táchira, donde leyó una declaración en la que, inspirado “por la gesta histórica del libertador”, reiteró la amistad y los “lazos de hermandad” de Colombia y Venezuela. Esta declaración de amistad hay que entenderla por lo que es: una declaración de amistad no con los venezolanos, no con los partidos de la oposición, no con la resistencia o el exilio, sino con la dictadura. En la declaración no se mencionaron los derechos humanos, los migrantes, la democracia o el estado de derecho en Venezuela. Así, el gobierno le regaló a Venezuela el restablecimiento de las relaciones a cambio de nada, y le dio un triunfo político al régimen, que se suma a los otros regalos (la lisonja y el silencio) que en pocos días el gobierno les ha dado a las otras dictaduras latinoamericanas. La política exterior de Colombia, que, aunque tiene un mandato latinoamericanista también debe tener una vocación liberal y democrática, se vio desdibujada por las declaraciones del nuevo canciller.
Por supuesto, Colombia debe tener relaciones con Venezuela, y abrir una embajada y unos consulados es un paso inicial importante, que Duque debió haber dado hace muchos meses, quizás a cambio de las extradiciones de Santrich o de Márquez. Pero es fundamental reconocer que Venezuela no es, hoy, una “patria hermana”; es un estado cada vez más totalitario y cruel. Debemos normalizar plenamente las relaciones consulares con Venezuela, pero la normalización gradual de las relaciones diplomáticas debe estar sujeta a cambios reales
del régimen y siguiendo nuestros intereses nacionales, y los valores democráticos y liberales de Colombia y de la OEA. Si Maduro es inevitable, como parece serlo, la dureza del tono de nuestras relaciones debe ser proporcional a la dureza de su régimen.
La izquierda ha sido víctima de los crímenes de estado en América Latina, y, en el poder, debería denunciar crímenes semejantes. Sin embargo, nos hemos encontrado un tono reblandecido que ha empezado a anunciar concesiones no sólo diplomáticas (ya la ministra de minas ha dicho que Colombia no va a buscar más gas y que, en caso de necesidad, va a depender del gas de Venezuela). Si de los nuevos funcionarios sólo vamos a oír concesiones o consignas, y no denuncias, podremos señalarlos, pronto, de alcahuetas de las atrocidades de los
dictadores latinoamericanos, “hermanados”, ahí sí, en la infamia.