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La decisión entre Petro y Hernández es trágica, como quizás todas las decisiones importantes lo son. Por trágica, me refiero a una decisión cuyas consecuencias probablemente sean fatídicas. Fatídicas pero ahora mismo imposibles de ver. ¿Será Petro como Ortega? ¿Será Hernández como Fujimori? ¿Serán algo peor? ¿Serán atroces, o simplemente mentirosos e incompetentes? Quienes van a votar pueden intentar, por ahora, hacer un juicio sobre el carácter de la persona que puede ser presidente, y sobre sus ideas. Por carácter, me refiero a su personalidad, a sus virtudes y defectos, y a su capacidad de armar y liderar equipos, de tomar decisiones difíciles, y de conciliar sus intereses con los de los demás.
Petro (me baso en el perfil que escribió Juanita León), además de haber sido un mediocre alcalde de Bogotá, es desagradecido, tiene delirios de persecución y es megalómano. Mal gerente, mal administrador, mal líder de equipos, Petro también desprecia las normas y las instituciones constitucionales; aún se le siente ese nostálgico desprecio por las instituciones liberales que inspiró a los grupos guerrilleros urbanos de los 70 y 80, y que ahora ha vuelto a ponerse de moda.
Cuando le conviene, Petro ve en esas instituciones palos en la rueda de las grandes transformaciones que imagina en su “voluntarismo visionario,” y no salvaguardas de las libertades y de los derechos individuales. Es un demagogo y un charlatán que sin embargo hizo una oposición valiente desde el congreso. Petro contribuyó y se apropió de las tendencias nacionales de disminución de pobreza, desnutrición y déficit en vivienda para decir que su administración en Bogotá fue un hito en materia social, al tiempo que armó un discurso para criticar a las élites económicas y políticas que precisamente crearon las instituciones que hicieron posibles tales tendencias.
Su manejo de las basuras en Bogotá mostró que su ambición e ideología no se compadecen de sus capacidades administrativas, y que su talante le hace imposible liderar equipos y llegar a consensos: su mejor interlocutor es “el pueblo,” con p de Petro, que no habla ni discute. Sin embargo, Petro ha sido capaz de moderar su discurso y ha invitado a líderes políticos a que se le unan (entre ellos Roy Barreras, Armando Benedetti y Alfonso Prada, tres cuestionadísimos políticos clientelistas), y un pedazo de ese establecimiento al que tanto desprecia ha empezado a pensar que él es mejor que Hernández. Creo, sin embargo, que es un juego de manipulación. El establecimiento piensa que podrá usar a Petro, mientras que Petro piensa que está usando al establecimiento.
Rodolfo Hernández comparte con Petro el desprecio por la clase política, pero, a diferencia de Petro, le gusta la tecnocracia, aunque no tiene asesores que dominen los temas importantes para Colombia. Su administración en Bucaramanga estuvo marcada por reformas importantes a los sistemas de contratación pública y de depuración de las finanzas. A pesar de esto, lo que hizo con la mano lo deshizo con el codo. Hernández participó en por lo menos un escándalo de corrupción, en el que su hijo casi recibe un millón y medio de dólares por hacerle lobby a la empresa Vitalogic, que casi se gana un contrato para -adivinen- manejar las basuras en la ciudad (¿Por sus basuras los conocerán?).
Esto demuestra que su discurso contra la corrupción es frágil: lo de Vitalogic es sólo un síntoma de lo que Hernández significa. El ingeniero es un negociante que ha demostrado desprecio por sus clientes, es un mentiroso que confunde los intereses privados con los públicos, es un ignorante que no conoce Colombia y que se precia de eso. También es un cobarde que no se atreve a ir debates. Como su contrincante, Hernández es un demagogo que no cree en las instituciones. Como Petro, le encanta embolatar, pero no admite objeciones. De ganar, promete publicar fotografías de los congresistas que no apoyen sus medidas. Hernández ve en las instituciones barreras a su voluntad. La cachetada a un concejal que denunció su corrupción refleja el respeto que le tiene a sus contradictores y a las instituciones que existen, precisamente, para refutar y controlar a quienes están en el poder.
Ese desprecio que los candidatos comparten por las instituciones, por la persuasión y la conversación hace que la decisión que se nos viene sea trágica. Ahora, ellos van a empezar a hablar mal el uno del otro, y nos van a tratar de hacer olvidar que cada uno hubiera adherido al otro en segunda vuelta.
Claro: los demagogos necesitan la mentira y el olvido, y necesitan hacernos creer que es normal y deseable tener que escoger entre dos tragedias.