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La salida de Alejandro Gaviria del Ministerio de Educación sólo puede sorprendernos por lo acelerada que fue. Los que están realmente sorprendidos (dentro y fuera del gobierno) son ingenuos o están diciéndonos o diciéndose mentiras.
Lo de Gaviria es algo que se veía venir desde la campaña, y que obedece no sólo a errores de quienes creyeron que “al rodear” al presidente iban a “controlarlo,” sino también a que el presidente logró convencer a muchos de que era un político práctico y de consensos.
Sin embargo, era muy probable que esto no fuera así. El mismo Gaviria lo advirtió durante la campaña, cuando predijo que “en el primer año, [Petro] nombra un buen gabinete de unidad nacional. No lo logra cohesionar. Pasan seis u ocho meses y no pasa mucho. Se le desbarata el gobierno”.
El discurso desde el balcón de hace unas semanas, como el del “enemigo interno” que dio en octubre del año pasado, muestran a un presidente apegado a cierta ortodoxia ideológica (con sesgos en contra de la producción y la acumulación de riqueza, de lo individual, y del estado de derecho) que busca regresar, como lo señaló Luis Guillermo Vélez, a un modelo estatista y corporativista de desarrollo setentero.
En el discurso del balcón, el presidente se inventó un país en que la apertura y la Constitución de 1991 son los causantes de la violencia y la desigualdad, y no, como en realidad lo son, herramientas que, aunque imperfectas, han legitimado la democrática y han aumentado el bienestar de millones de personas al expandir la prestación de servicios, y, con ello, la materialización de los derechos fundamentales.
A esta versión de Colombia se oponen los temperamentos pragmáticos del ministro Ocampo, que ha defendido en público el modelo social de mercado, o del exministro Gaviria, quien defendió en público y en privado el modelo de prestación en salud que él, como tantas otras personas, ayudó a fortalecer.
El presidente ha mostrado, poco a poco, que su gobierno es un gobierno esencialmente ideológico. Petro viene de la izquierda (en una de sus versiones menos interesantes y efectivas), y ha gobernado con la confusión central de que el valor público sólo está ahí donde hay propiedad y control estatal. Lo jurídico y lo institucional son secundarios a esa idea. Por eso, y a pesar de los reparos de muchas personas, decidió presentar una reforma a la salud que, en la práctica, acaba con las EPS, una reforma laboral que crea un fuero rigidísimo para trabajadores y trabajadoras del sector privado (y que probablemente va a aumentar el desempleo), y por eso decidió intervenir la CREG.
A pesar de que los expertos han criticado las reformas (por ejemplo, los exministros de salud, liderados por Augusto Galán y Fernando Ruiz, y los exministros de minas y energía), el presidente ha decidido continuar con ellas, acaso envalentonado por las críticas y empoderando a sus funcionarios más radicales.
Esto tampoco nos puede sorprender: en 2020, el presidente tuiteó que “la tecnocracia no es tener argumentos. Es reemplazar el poder de la ciudadanía por un poder de seudo técnicos que al final se subordinan al interés particular”.
El presidente-ideólogo siempre estuvo ahí, sólo que algunos decidieron, por vanidad o ingenuidad, no verlo. Él ha decidido sacar a las voces críticas de su gobierno, y empezar a negociar sus reformas usando el clientelismo y la intimidación demagógica.
Los que siguen en el gobierno, o cerca del gobierno, pensando que están “controlando” una explosión que podría ser peor, deben recordar la pregunta de Montaigne: “cuando juego con mi gata, ¿cómo sé que no es ella la que juega conmigo?”.
La respuesta, como lo sabe hoy Alejandro Gaviria, y como parecen sospecharlo Roy Barreras, José Antonio Ocampo y Cecilia López, es clara.