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Alfredo Greñas, quizás el mejor caricaturista que ha tenido Colombia, dibujó lo que llamó “El escudo de la Regeneración”, publicado en el segundo número de El Zancudo en 1890. En vez banderas, al escudo lo rodean unos capotes turbios, unas banderas oscuras con calaveras y cruces. En vez de cornucopias con oro y con frutas, un cráneo y dos huesos. En vez de un gorro frigio, el centro del escudo tiene lo que parece el sombrero de un cura. En vez de los dos barcos y de Panamá, una serpiente se come un pedazo de tierra. No hay un cóndor con las alas abiertas; un pájaro negro está sobre el escudo y entre sus patas hay una cinta que dice: “Ni libertad ni orden”.
Greñas publicó el escudo en un momento en que Colombia parecía estar debatiéndose, otra vez, entre fuerzas que decían representar el orden y fuerzas que decían representar la libertad. Otra vez oímos y leemos las voces que dicen que los que están en las calles están defendiendo la libertad al tiempo que otros nos dicen que la Policía está defendiendo el orden. El discurso, por supuesto, se ha adaptado a los tiempos: los que defienden las marchas y los paros hablan de libertad de expresión y de derecho a la protesta. Los que defienden a los policías hablan de orden público. Otra vez nos ponemos en la situación imposible de querer escoger entre la libertad o el orden, o en la patética situación de tratar de excusar al mismo tiempo a las personas que están quemando edificios y el uso excesivo de la fuerza de la Policía.
Creo que Colombia está en lo que el historiador de las ideas J.G.A. Pocock ha llamado un momento maquiavélico (o maquiaveliano): un momento en que la comunidad política y sus instituciones se enfrentan con el problema de su supervivencia y de su sostenimiento en el tiempo. Así, aunque tenemos una Constitución joven y un Estado que lentamente ha dado frutos, algunas voces están pidiendo la abolición de instituciones que “sólo le han servido a la élite”, y otras hablan de estados de emergencia y de suspensión de los derechos civiles. Unos parecen querer la abolición de las instituciones que les permiten marchar (los derechos son instituciones), y otros quieren aumentar el uso de la fuerza del Estado para defender, precisamente, esas instituciones, que no pueden existir cuando el Estado basa su legitimidad, exclusivamente, en el poder de su fuerza.
Frente a esta crisis institucional, algunos han propuesto la militarización de las ciudades y toques de queda, como si no supieran lo que eso significa. Otros, con una ingenuidad casi perversa, están hablando de una “primavera democrática” y proponen cabildos abiertos. Los dos caminos, aunque quizás de buenas intenciones, conducen al mismo lugar: al final del más exitoso experimento político de Colombia: el Estado Social de Derecho de la Constitución de 1991. Defendiendo las instituciones a la fuerza, unos se olvidan de los derechos, y otros, defendiendo los derechos, se olvidan de las otras instituciones.
Lo que estoy describiendo es una tragedia que quizás es inevitable: las promesas de la Constitución de 1991 fueron demasiado grandes (y han sido agrandadas sin límite por la Corte Constitucional), al tiempo que las instituciones representativas y los líderes fallaron en traducir los reclamos y el afán de la gente. El conflicto social no se va a resolver con llamados inocentes a la defensa de los derechos humanos (la propiedad y la protesta son derechos que tienen igual valor, por ejemplo); la tragedia está, inevitablemente, en el hecho de que no puede haber derechos sin que haya conflictos. Las instituciones están hechas para lidiar con esa tragedia.
Greñas dijo que la Regeneración no había logrado ni la libertad ni el orden. Está por verse si ahora nos va a tocar conformarnos con uno o con la otra. Tal vez tendremos que aprender a vivir en la incomodidad de no estar entre los dos. Sacrificar un poco de libertad y un poco de orden parece ser el destino de los ciudadanos de una república. Ojalá no escojamos las aventuras exclusivas del orden o de la libertad. Ojalá no nos las impongan.