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Creo que es imposible dar una sola explicación de un fenómeno que tiene muchas causas. También sería imposible contar una sola historia sobre una cosa que es, en verdad, muchas cosas, y en la que participa tanta gente. Todos tienen un plan -dijo Mike Tyson- hasta que les pegan en la cara. Y entonces todos nos quedamos perplejos, tratando de entender lo que está pasando, y seguimos perplejos mientras vemos la televisión o por la ventana.
Vi un video de unos jóvenes protestando en la localidad de Kennedy, en Bogotá. Lo grabó una amiga, que es periodista, y que estaba cubriendo las protestas. Los jóvenes, casi unos niños, se subían a un semáforo y empezaban a balancearse como si estuvieran en un parque. Cuando lograban tumbar un semáforo celebraban como si hubieran tumbado una piñata, o como si hubieran conseguido bajar una pelota de fútbol metida entre las ramas de un árbol. Pensé que de todos los actos revolucionarios y supuestamente revolucionarios que hemos visto en Colombia (robarse la espada de Bolívar, tomarse un pueblo, ponerle un collar bomba a una señora, hacer explotar un club en Bogotá), ese -tumbar semáforos- es el más radical. Cuando uno tumba un semáforo está destruyendo, más que un bien público, una institución: la institución del turno, de hacer fila, de esperar y de dejar pasar. Si alguna vez tuvimos un gesto anarquista en Colombia fue ese, en Kennedy, de unos jóvenes tumbando semáforos.
Mi amiga me contó que los jóvenes que estaban en la protesta le dijeron que querían que Duque no fuera presidente, pero también que no querían que Petro lo reemplazara. Supongo que, si no ellos, personas que piensan cosas parecidas fueron las que trataron de entrar a Semana, a RCN, y le tiraron piedras al Congreso y a ventanas de los bancos.
En una columna anterior sugerí que el vandalismo y la violencia podían ser radicales y expresivos (sin ser, por ello, necesariamente justificables). La violencia dice cosas. Creo que los casos de violencia policial también expresan algo: la autoridad del Estado y el honor herido de la Policía, o lo que sea. Concebir el vandalismo como expresión es útil para empezar a entender lo que significa. Si hay mujeres que rompen las puertas de una iglesia eso nos dice algo sobre las relaciones entre la iglesia y las mujeres. Si hay jóvenes tumbando semáforos, tirándole piedras al Congreso, entrando a la fuerza a medios de comunicación y rompiendo ventanas de supermercados y bancos, eso nos dice algo de su relación con el Estado y con las instituciones que creemos que son básicas. Si a eso le sumamos que 87% de los jóvenes colombianos se sienten representados por el paro -que no por el comité del paro- vemos que los jóvenes que están marchando, y esos que están vandalizando la ciudad, están tratando de decir algo. No creen en las promesas que les han hecho, no sienten que su futuro vaya a ser mejor que el presente en el que están, y sienten que las instituciones que han regulado su vida (los semáforos), las que dicen representarlos (el Congreso o la Presidencia), las que les dan información (los medios), las que prometen protegerlos (la Policía y el Ejército) y las que dicen permitirles el futuro (los bancos) no les sirven. Las promesas de la Constitución Política y de las instituciones -que se han materializado poco a poco en un proceso que sólo puede leerse como exitoso- no son reales para muchos jóvenes que no han podido estudiar, que viven de trabajos informales, y que se sienten defraudados y sin futuro.
Vivimos en la contradicción permanente de que nuestra constitución promete cosas que el Estado y la sociedad no puede cumplir. La crisis social e institucional que hemos visto es una crisis de traducción y de tiempo: de traducción porque los reclamos de la marcha –generales y llenos de aspiraciones– no parecen poder encontrar intérpretes en las rutas institucionales y en los líderes políticos. Y de tiempo, porque las promesas del Estado necesariamente tardan en cumplirse.
Pedirles paciencia a jóvenes que no estudian ni trabajan es ingenuo cuando ellos sienten que el futuro y las instituciones les prometen mucho pero que, al final, no les van a salir con nada. Romper semáforos es no estar dispuestos a esperar el turno o no creer en los turnos, o no creer que la espera se justifique, o, en fin, no estar dispuestos a aceptar que haya semáforos que están siempre en verde para algunos y siempre en rojo para otros.