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Durante la Gran Depresión de 1929 el capitalismo vivió la mayor crisis de su historia. Tan sólo en EE.UU., US$40.000 millones de riqueza fueron borrados en dos meses ante el colapso del mercado financiero y de valores; 9.000 bancos quebraron junto con los ahorros de nueve millones de cuentas bancarias; los inversionistas promedio perdieron hasta 80% del valor de sus inversiones de toda su vida; la construcción residencial se contrajo 95%; 85.000 empresas quebraron; el volumen de los salarios se redujo 60% y el desempleo llegó a 25% en el país más rico del mundo (hoy es 3,6%).
No sólo su magnitud sino su duración causó estragos. Luego de tres años de depresión económica, nada parecía mejorar. El ingreso nacional de EE.UU. se había contraído de US$87.000 millones en 1929 a US$39.000 millones en 1933. Más de la mitad de la riqueza generada había desaparecido en este periodo y 14 millones de personas continuaban desempleadas. Adicionalmente, en apenas tres años la inversión privada cayó 92%. Fue el fin del sueño americano y un golpe casi letal para la economía de mercado.
Fue en este apocalíptico contexto donde John Maynard Keynes, economista inglés, salvó al capitalismo y la democracia liberal con un herético planteamiento para la época: el Estado debe tener un rol deliberado para estimular la economía cuando la demanda agregada caiga. Su idea partió de la reflexión de que no existe un mecanismo automático en el mercado para salir de la parálisis económica cuando más dinamismo se requiere. Por sí sólo, decía, el mercado puede quedarse en un estado de equilibrio, aún con un alto desempleo y capacidad ociosa.
Keynes sostuvo que ante el deterioro del exceso de ahorro que presionara a la baja las tasas de interés, no había incentivo para tomar crédito e invertir para expandir la actividad productiva. Por ello, en el fondo de una depresión hay una mezcla contradictoria entre una necesidad masiva de bienes y servicios y una insuficiencia en la producción. La prosperidad depende de la inversión y sin ésta el ingreso de las empresas y las personas se desploma.
Su obra fue un bálsamo de esperanza en un momento donde nada parecía funcionar. Gracias a su disruptiva propuesta, el gasto público en Estados Unidos se incrementó 1,5 veces entre 1930 y 1936 y el ingreso nacional subió un 50% después de tres años de inyecciones de inversión pública, reactivando el elusivo dinamismo económico. El comparativamente ínfimo gasto de US$10.000 millones de 1929 después de la Segunda Guerra Mundial se multiplicó por 10 veces, llegando a US$103.000 millones. La era del Keynesianismo había comenzado y sus ideas prevalecerían durante los próximos 50 años.
Quizá previendo el potencial abuso de su planteamiento, Keynes concluía un artículo en 1934 en el New York Times así: “¿En qué escala, cómo y durante cuánto tiempo es aconsejable mantener el gasto anormal del Estado?” Como resalta uno de sus biógrafos, “Keynes no concibió su programa estatal como una interferencia permanente a la economía de mercado. Lo veía como una mano de apoyo a un sistema que había tropezado fuertemente y estaba luchando por recuperar su balance.”
Con el tiempo, sus ideas fueron tergiversadas y llevadas al extremo hasta el día de hoy, donde políticos continúan disfrazando la irresponsabilidad de Keynesianismo.