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Analistas 23/07/2024

El retorno del oscurantismo

Andrés Felipe Londoño
Asesor en transformación digital legal de servicios financieros

Los colombianos carecemos de una habilidad esencial para progresar: aprender de nuestra propia historia. Nuestra corta memoria y nula capacidad de estructurar una visión a largo plazo a partir de las lecciones de lo vivido hacen que estemos expuestos permanentemente a bruscos cambios de rumbo y a revivir episodios aparentemente superados.

Como bien sintetiza Michael Raid en su libro ‘El Continente Olvidado’, en la década de los noventa “la violencia del narcotráfico golpeó a Colombia antes y más duramente que a cualquier otro lugar, interactuando con la violencia política hasta el punto de que la supervivencia del Estado democrático estuvo en peligro.” En esa década, el daño al tejido social del país fue descomunal al distorsionarse la estructura de incentivos, las expectativas y los valores morales de los colombianos.

El narcotráfico ahogó a la democracia colombiana en violencia y corrupción. Entre el Cartel de Medellín, el Cartel de Cali, los Pepes, las posteriores AUC y las diversas guerrillas, el país fue sometido al terror de las disputas del negocio de la cocaína, valorado en US$150.000 millones al año.

Adicionalmente, la “guerra popular prolongada” y la “combinación de todas las formas de lucha” de las guerrillas terminó de poner en jaque al Estado colombiano. El dinero de la droga y la debilidad de las fuerzas armadas permitieron que las Farc se expandieran de 5.000 combatientes a principios de la década de los ochenta a más de 40.000 en 2002. A fines de los noventa, el control del Estado se extendía a menos de la mitad de las zonas rurales del territorio nacional. Los colombianos nos acostumbramos a vivir entre la extorsión, el secuestro, la desaparición forzada, la inseguridad y el miedo.

Quienes nacieron en el nuevo milenio no vivieron cómo la política de “seguridad democrática”, apoyada por el Plan Colombia, salvó al país de ser un estado fallido. Gracias a esta, Colombia logró fortalecer sus fuerzas armadas de manera constante, pasando de 150.000 a 270.000 efectivos para combatir a los grupos armados ilegales. La acción decidida del Estado alteró la suerte del país. Se redujo la fuerza de la guerrilla de los mencionados 40.000 en 2002 a menos de 18.000 en 2013 y las acciones terroristas o presencia de grupos armados ilegales pasó de más de la mitad de los municipios en 2002 a apenas 11% en 2012. Esta política hizo de Colombia un país más seguro, lo cual permitió un boom en la inversión y el crecimiento económico.

Sin embargo, la satanización de la política de seguridad democrática es quizá el mayor logro de la izquierda en la idiosincrasia colombiana. Dotado de una mezcolanza de varios elementos, tales como el foco en los falsos positivos, el culto amañado de los derechos humanos, el discurso populista clásico de oligarquía vs. el pueblo y la popularización de la moda de posar como empático y benevolente, el relato progresista caló en los colombianos.

La consecuencia es que el Estado se alejó del énfasis en la seguridad y ha caído en el oscurantismo de la década de los noventa, donde los grupos armados ilegales nuevamente dominan la mitad de nuestro territorio, como lo demuestra la Defensoría del Pueblo. Salir de este oscurantismo requerirá aprender, de una vez por todas, de nuestro pasado.

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