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Hace cuarenta años el mundo no vivía una revaluación generalizada del dólar tan fuerte como la actual. A comienzos de 1980, Paul Volcker, presidente de la Junta de la Reserva Federal del momento, libró una lucha brutal contra la estanflación de Estados Unidos aumentando radicalmente las tasas de interés de fondos federales -llegando hasta niveles del 20% en 1981 v. 1,75% actual-, con el fin de reducir la oferta monetaria, encarecer el endeudamiento y, en general, romper los estímulos de una inflación anual que llegó a ser de 13.5% en la principal economía del planeta.
Como consecuencia, Estados Unidos y, de paso gran parte del mundo, cayó en una fuerte recesión mientras las altas tasas de interés de países ricos incentivaron una fuga masiva de capitales de países pobres y en vía de desarrollo, en busca de refugio frente a los malos tiempos en las atractivas rentabilidades de activos de menor riesgo percibido. Según la Cepal, solo en 1981 salieron de Latinoamérica flujos netos de capital equivalentes al 4,5% de su PIB, inaugurándose lo que se conoce como la Década Perdida de la región. En el periodo más traumático de la historia económica latinoamericana, el PIB per cápita se redujo de 121% del promedio mundial a 98% y la pobreza aumentó de 40,5% a 48,3%, pudiendo recuperar el terreno perdido desde 1980 solo hasta 2004. Durante esta década, una mezcla de políticas erráticas, un manejo fiscal irresponsable, un desequilibrio de la balanza comercial y un éxodo masivo de capital hicieron que la deuda pública de la mayoría de los países de la región se hiciera insostenible, el ingreso real de las personas se contrajera, las actividades productivas se desplomaran, el crecimiento económico se estancara y altos niveles de pobreza fueran la constante.
Ignorar las lecciones de la Década Perdida de Latinoamérica sería arrogante y peligroso. En un contexto global donde los incentivos económicos están orientados hacia la búsqueda de seguridad, un proyecto progresista en el momento actual puede ser letal para Colombia. Sumarle a la posición ya de por sí desventajosa de este país en desarrollo en este contexto internacional inflacionario la promesa de una aceleración del gasto público (ya desequilibrado por las medidas frente a la pandemia del covid-19 y un robustecimiento burocrático siempre creciente), la imposición de una reforma tributaria de proporciones bíblicas (5,5% del PIB v. 2% de la más grande efectuada hasta ahora) y la amenaza de cambios regulatorios estructurales en todos los frentes, es buscar voluntariamente una Década Perdida para Colombia.
Solo con estos tres elementos, los incentivos para invertir y producir en Colombia pueden verse seriamente afectados ante una incertidumbre intolerable sumada a la disponibilidad de alternativas atractivas y comparativamente menos riesgosas fuera del país. Tal como ocurrió hace 40 años en Latinoamérica, los mercados de capitales están mostrando que, en épocas de alta inflación a nivel global, el grueso de los inversionistas prefiere resguardarse en activos denominados en monedas fuertes y no asumir riesgos en países que solo parecen multiplicar la incertidumbre imperante.
En lugar de retar a la Historia, Colombia debería enfocar sus esfuerzos en (i) continuar recomponiendo su disciplina fiscal, (ii) asegurar un imperio de la ley en su territorio, (iii) potenciar los determinantes del crecimiento de actividades productivas.