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El martes el fiscal del Distrito de Manhattan -de filiación al partido demócrata- imputó cargos criminales en contra del expresidente Donald Trump, con el argumento de que nadie puede estar por encima de la ley. Independiente del mérito del caso o de las pruebas que puedan llegar a existir en su contra, la encuesta de CNN muestra que una gran parte de la opinión pública americana considera que, más allá de la legitimidad del caso (60%), el ‘indictment’ o acusación esta politizado (78%), y que se trata de un uso inoficioso del aparato de justicia (65%). Para el común de la gente, los delitos que se le imputan son traídos de los cabellos y le restan importancia a otras posibles conductas que ameritarían mayor escrutinio, como puede ser su participación en los eventos de enero 6. Como he dicho en otras ocasiones, el que se exagera se desvirtúa.
La reconocida revista The Economist hizo un análisis ponderado el fin de semana pasado sopesando los méritos del caso y los argumentos de ambos lados del espectro político -demócratas y republicanos- y llegó a la conclusión que, a pesar de los argumentos legales, la decisión es inoportuna y catapulta al expresidente Trump en su nueva aspiración presidencial de 2024.
Sin importar si a uno le gusta el personaje o no, si le parece que su forma de actuar es grosera o que debería pagar por simplemente ser Trump, la realidad es que la justicia no puede ser selectiva y convertirse en un ‘reality show’. Lo que está en juego no es la popularidad, reputación o carrera política del expresidente, sino la credibilidad del sistema judicial americano. La justicia debe ser la misma para todos y debe estar basada en los principios de presunción de inocencia, imparcialidad e igualdad ante la ley. Como dijo un profesor de leyes de la Universidad de Harvard esta semana, nadie debe estar por encima de la ley, pero tampoco por debajo.
La decisión de acusar a un expresidente candidato debe ser evaluada no solo en el contexto legal del caso, sino en las implicaciones políticas y diplomáticas que este caso conlleva. En los 90 los republicanos atacaron al presidente Clinton por conductas similares. Mientras el país se distraía con esa cacería de brujas, Al Qaeda planeaba uno de los ataques terrorista más grande de la historia en territorio americano. Esperemos que esta nueva distracción no lleve a Putin o a otros desadaptados a aprovechar las debilidades del sistema democrático americano.
Pero como se dice popularmente, si por allá llueve por acá no escampa.
En Colombia, guardadas proporciones, llevamos varios años viviendo una situación similar con el expresidente Uribe. Una Corte altamente politizada, vengativa y alentada por un grupo de periodistas detractores -y un Nobel de Paz-, decidió acabar con su carrera política acusándolo de manipulación de testigos en un proceso que el mismo inicio. Independiente de la falta de credibilidad del testigo estrella en el proceso y del doble racero que se viene aplicando en su contra, el caso ha servido para desprestigiar al presidente Uribe, humillarlo ante la justicia y destruir su legado.
Aunque las conductas y sus legados no son comparables, lo sorprendente es que, tanto en el caso Trump como en el caso Uribe, lo único claro es que la justicia no es la misma para todos.