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Vivimos una época de posiciones ideológicas extremas, predicciones catastrofistas, polarización política, odios viscerales y poca capacidad para escuchar. No importa el argumento de nuestro interlocutor, empezamos cualquier discusión convencidos de nuestra propia y única verdad. Trátese de política, religión, economía, cultura, género, fútbol o cualquier otro tema que genere polémica, nos ponemos a la defensiva, estigmatizamos a la contraparte y nos plantamos en nuestra posición, sin importar los argumentos, la data o la evidencia. Y no pretendo de tirármela de moralista, de antemano me declaro culpable.
¿Pero por qué están difícil tener algo de sensatez, cordura y discreción en el debate; abordar un tema sin una definición preconcebida; disfrutar de conversaciones con personas que piensen diametralmente diferente a uno; aprender del otro y entender diferentes perspectivas?
En el actual contexto global, existe una guerra moral sin precedente. Por ejemplo, en el proceso electoral americano, al que le gusta Trump de inmediato se le tacha de racista, ‘cuellirrojo’ e inmoral. El que apoya a Kamala, es comunista, antisemita y defensor de la criminalidad. Ninguno de los dos lados está dispuesto a escuchar los argumentos del otro y mucho menos moverse al centro para capturar un número importante de votantes que se sienten “disenfranchised” o mal representados. Ningún partido está proponiendo soluciones reales a los problemas de la gente. Todo se minimiza a discusiones sobre personalidad, edad raza o género. La realidad es que votamos con el estómago y no con la razón.
Igual sucede cuando se analiza el conflicto en el Medio Oriente, la guerra en Ucrania, las elecciones en Venezuela, o la influencia geopolítica de China en la región, pero mencionar algunos temas.
En Colombia la situación no es muy diferente. Es imposible abordar temas complejos como el desempleo, la salud, el desarrollo económico, la infraestructura, la pobreza, la explotación minero-energética, las relaciones internacionales, la seguridad ciudadana, el narcotráfico o la delincuencia organizada, sin convertir la discusión en un tema de lucha de clases. Vimos como el fin de semana pasado el presidente Petro tildó de oligarcas asesinos a quienes se atreven a disentir de él y gritar ‘fuera Petro’. El mandatario debería entender que no todo es blanco o negro, y que la libertad de expresión es un pilar fundamental de la democracia.
Pero en la medida que nos volvemos más dependientes de la tecnología, de las redes sociales, los algoritmos y la inteligencia artificial, nuestro criterio para discernir y pensar por nuestra propia cuenta va desapareciendo. Una parte importante de los medios de comunicación dejaron de ser un agente independiente, imparcial y objetivo. Las encuestas amañadas, los candidatos inflados, la editorialización de las noticias y los ‘fake news’, hacen cada vez más difícil diferenciar la realidad de la fantasía.
La realidad es que el avance tecnológico ha generado nuevas complejidades. La única forma de navegar un sistema complejo e informarnos adecuadamente, es con criterio. No podemos comer entero. Es necesario cultivar un espectro amplio, diverso y dinámico de perspectivas y opiniones, y no uno cerrado, dogmático y obtuso, como sucede actualmente.
Es lo que los humanistas -como mi padre -llamaban sabiduría.