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Aprovechando el micrófono y poder burocrático que la sociedad les ha otorgado, un par de delfines se han puesto en la tarea de iniciar una campaña de lobby a favor de la legalización de las drogas en Colombia, con el argumento que la guerra contra de las drogas -promulgada por Nixon hace más de 50 años- se perdió. Basan su nueva narrativa en la opinión de algunos expresidentes arrodillados y en estudios de académicos y ONG influenciados por la izquierda internacional. Lo que no reconocen públicamente, es que su defensa se debe, en gran parte, a sus intereses económicos en el lucrativo negocio. Como profesional en temas legales y de seguridad, padre de familia y hermano e hijo de médicos, tengo que aceptar que tengo una gran dicotomía sobre el tema. Acepto que el consumo es, en parte, un tema de educación y salud pública, pero como padre de familia, me conflictúa el argumento que hacen los jóvenes con la marihuana: “¡es legal!”.
En materia de seguridad creo en la política de cero-tolerancia, pero como colombiano soy consciente del costo social que esta guerra ha traído para nuestro país. Entiendo a quienes argumentan que no se pueden seguir haciendo las cosas de la misma manera y esperar un resultado diferente, pero al final, discrepo que la guerra se haya perdido. Cuando el Estado no le tembló la mano utilizar la autoridad y perseguir a los delincuentes -con aspersión aérea, destrucción de laboratorios y pistas clandestinas, incautación de cargamentos, bombardeo de campamentos, capturas y extradiciones- la criminalidad asociada al narcotráfico disminuyó y la producción llegó a su mínima expresión. El problema resurgió cuando los pacifistas quitaron el pie del acelerador y prefirieron otorgarles concesiones.
La legalización -como muy bien me lo explicó un funcionario de la DEA- es la capacidad del Estado para controlar, regular y aplicar impuestos sobre ciertas actividades industriales y comerciales. Esos recursos parafiscales se destinarían para corregir el daño que deja la industria en el camino, como se ha tratado por décadas con el alcohol, el tabaco, los opioides y otras drogas “legales”. Los de pensamiento liberal, aseguran que es mejor educar a jóvenes, invertir en servicios de salud para adictos, proveer lugares seguros de expendio y distribución de jeringas, y asegurar la calidad del producto para los consumidores. Están convencidos que, legalizando todas las drogas, va ha desaparecer la violencia, los muertos y las economías ilegales, y que los criminales se van ha resocializar -como hicieran los Kennedy- con el alcohol en Estados Unidos.
No creo en la capacidad del Estado colombiano para regular una industria con tantas complejidades. Si Estados Unidos, con todo el dinero y aparato estatal, no ha podido controlar la crisis de los opioides, dudo que Colombia pueda controlar los efectos que generaría un incremento exponencial del consumo masivo de marihuana, cocaína, heroína y drogas sintéticas en nuestra juventud. La dificultad y violencia que se genera al combatir el crimen, no puede ser la excusa para descriminalizar una conducta o dejar de perseguir a los criminales.
Utilizando un término de la izquierda, es “la combinación de todas las formas de lucha”, -de parte del Estado- lo que nos traerá un país seguro y en paz.