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El emprendimiento o la decisión de crear empresa representa un riesgo para cualquier persona o inversionista, especialmente en América Latina. Sin embargo, cada vez más los jóvenes recién salidos de las universidades prefieren asumir ese riesgo para no tener que lidiar con jefes o cumplir con un horario laboral. Desafortunadamente esta actividad se ha vuelto cada vez más incierta, ya que la izquierda se ha encargado de satanizar la generación de riqueza, aumentar la carga impositiva, atacar el aparato productivo y castrar la iniciativa privada.
Gobiernos como el de Petro utilizan la mermelada en el congreso o el poder policivo de las superintendencias, para cambiar las reglas del juego y atacar a los empresarios. Varios sectores estratégicos de la economía se empiezan a ver afectados por estas medidas socialistas, lo cual genera un efecto domino para pequeñas y medianas empresas.
A esto se suma que cuando una empresa entra en apuros o falta de liquidez por las razones que sea, no solo el gobierno se convierte en su principal amenaza. Se ha vuelto costumbre que los acreedores en vez de buscar un acuerdo sensato de pagos que permita salvar el negocio y garantizar el pago de su deuda, prefieren interponer acciones penales -o administrativas en las superintendencias- para doblegar al empresario y forzar a una negociación en detrimento del futuro de la empresa. Utilizan estas acciones temerarias como mecanismo de extorsión judicial.
La acción penal y las sanciones administrativas están hechas para cuando un dirigente empresarial comete actos de corrupción, fraude, estafa, competencia desleal o cualquier otra conducta tipificada en el código penal. Están hechas para sancionar conductas dolosas o malas prácticas empresariales, y proteger la confianza inversionista y evitar el pánico económico, entre otras.
Pero muy diferente es cuando una empresa incurre en pérdidas insuperables producto de cambios regulatorios o de mercado que afectan la prima de riesgo-país, alzas en los precios de las materias primas o mano de obra, hiperinflación, devaluación, incremento en las tasas crediticias, disrupción de nuevas tecnologías, y muchos otros aspectos difíciles de predecir o controlar. Para todo esto, existen normas que protegen a los inversionistas y permiten una solución negociada al problema.
Lo que no puede suceder es que el sistema judicial se convierta en un mecanismo de cobro coactivo por parte de inversionistas o acreedores. Quien invierte en una empresa tiene que que asumir el riesgo y hacer debida diligencia legal, financiera y reputacional para conocer bien su trayectoria, a sus socios y directivos, y tomar una decisión bien informada. Lo que no puede es confundir la gimnasia con la magnesia.
El matoneo judicial está minando las mejores prácticas de gobierno corporativo y está volviendo obsoletas las políticas de ética y cumplimiento empresarial. Está llevando a que profesionales decentes, conocedores de sus respectivos sectores y con buena trayectoria profesional, no estén dispuestos a asumir cargos gerenciales o en juntas directivas por temor a terminar en la cárcel o envueltos en escándalos judiciales y reputacionales. Si todo se vuelve relativo y los malos resultados se transforman en conducta criminal, la gente estructurada y decente va a dejar de emprender, y el sector productivo terminará en manos de ineptos y corruptos, como ha sucedido en el sector público.
No puede ser que en los momentos gozosos todos somos capitalistas y en época de vacas flacas nos volvemos socialistas.