MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
En una reciente columna de opinión, Germán Vargas Lleras hizo un recuento de la situación de inseguridad que vive Bogotá, comparándola sarcásticamente con la deteriorada Ciudad Gótica del cómic de Batman. Una vez más en Colombia, la realidad sobrepasa la ficción. Lo frustrante, es que las autoridades se han convertido en una especie de terceros de buena fe -o en el mejor de los casos- en una especie de VAR de la política.
Como buenos observadores desde la tribuna, analizan la jugada, señalan responsabilidades y proponen decisiones fuera de su competencia, olvidando que son ellos -los funcionarios electos- los responsables de solucionar los problemas de la gente.
Desafortunadamente este comportamiento no es solo de la alcaldesa, quien en su época era muy valiente haciendo oposición, y hoy le está quedando grande administrar la ciudad. El otrora vicepresidente, cada vez más agudo en sus señalamientos, vio firmar ‘el mejor acuerdo posible’ y optó por pasar de agache para no afectar sus aspiraciones presidenciales. Y así, muchos de los candidatos hoy en campaña, son buenos con el diagnóstico y la solución, olvidando lo que hicieron -o dejaron de hacer- cuando eran parte de ese Estado del que tanto despotrican.
Pero volviendo a Claudia López, su pecado original es prenderle una vela al santo y otra al diablo. Ella no puede pretender hacer oposición al Gobierno Nacional desde su cargo, apoyar soterradamente el paro y cuestionar la actuación de la Policía cuando trata de recuperar el orden público, y después esperar que el Presidente y la Fuerza Pública hagan la tarea por ella. No puede callar frente a la diatriba del abuso policial y el desmantelamiento del Esmad, y al otro día pedir el apoyo de la Policía Militar para apagar el incendio que ella misma alentó.
Igual aplica para todos aquellos, que por apoyar el proceso de paz, acabaron con la moral de la tropa y equipararon a nuestros soldados y policías con los terroristas de las Farc. ¿Como podemos pedirles hoy el sacrificio de patrullar las calles y exponer sus vidas tratando de recuperar el orden público, cuando los tiramos debajo del bus si algo sale mal?
Con este raciocinio, estamos creando verdaderas universidades del delito -y no me refiero dentro de las prisiones-. En la medida que magistrados, jueces y políticos progresistas se preocupan más en proteger los derechos de los delincuentes que en defender el honor de nuestros uniformados, estamos enviando el mensaje equivocado. Hoy tienen mejores beneficios y mayor autoridad moral un narcoguerrillero reinsertado, un terrorista urbano, un corrupto arrepentido y hasta un violador de menores resocializado, que un policía o un militar.
Seamos consecuentes. Nuestros gobernantes tienen que entender que la autoridad es para usarla. Si les queda grande tomar decisiones, le tienen miedo a sus consecuencias o prefieren insistir en mesas de concertación, que se retiren y trabajen para una ONG. Si como sociedad queremos recuperar la seguridad, refutemos ese discursillo progresista, según el cual el uso de la autoridad es sinónimo de fascismo o dictadura. Es momento de devolverle la dignidad a nuestros policías y soldados, respetarlos, defender su labor y recuperar el orden público en todo el territorio nacional, sin que tiemble la mano.