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Acabar con la reputación de una persona en la actualidad es tan fácil como hacer click -y no me refiero apretar el gatillo como los sicarios en los 90’s- sino presionar ‘enter’ en un computador o celular. Se ha vuelto común ver acusaciones en contra de empresas o empresarios en portales de noticias o en Twitter. Por lo general, estos ataques provienen de ONG’s, líderes de opinión, dirigentes sociales o sindicales, políticos de izquierda -y competidores-, que ven el capitalismo y la clase empresarial como su enemigo natural. Las acusaciones van desde prácticas de corrupción y delitos de cuello blanco a daños ambientales y violaciones de derechos humanos. A esto se suman acusaciones de abuso sexual, hostigamiento laboral, discriminación y racismo, entre otras.
En mi labor como investigador privado para empresas, este tipo de casos se ha vuelto el pan de cada día. Cuando uno escucha este tipo de denuncias, en un principio es difícil no estar del lado de las supuestas víctimas. En la práctica -en muchas ocasiones-, la versión inicial dista mucho de la verdad.
ONG’s y grupos progresistas o de izquierda, llevan más de 20 años haciendo un trabajo de hormiga con las bases, creando narrativas eficientes en contra del aparato productivo, las industrias, las empresas y la clase dirigente en general. El éxito de su estrategia es tal, que hoy no sólo gobiernan gran parte de los países de la región, sino que sus denuncias -muchas veces infundadas y selectivas- son fuertemente aceptadas por medios de comunicación internacionales de la talla de NYT, The Washington Post y The Economist, entre otros. Su diatriba es igualmente aceptada y replicada por el Parlamento Europeo, la banca multilateral e inclusive por el Congreso, el Departamento de Justicia y Departamento de Estado de los Estados Unidos. Sus repercusiones no solo son reputacionales. En muchas ocasiones terminan incluidos en listas sancionatorias, pierden sus fuentes de financiación internacional y su estatus migratorio.
Pero algo que empezó como una tarea valiente y desinteresada por parte de algunos líderes sociales y periodistas para tratar de asegurar que crímenes de Estado o de lesa humanidad no quedaran en la impunidad, se ha convertido en un arma de doble filo utilizada para acabar con el buen nombre de algunos grupos empresariales destruyendo su valor. Una vez son expuestos en la palestra pública, es poco lo que pueden hacer para dar a conocer su versión de los hechos y limpiar su reputación. En un mundo mediático, de redes sociales y de total inmediatez, los principios universales de presunción de inocencia, carga de la prueba y reserva sumarial dejaron de existir. Hoy en día se acusa, se juzga y se condena a una persona o empresa en cuestión de segundos, sin siquiera haber pasado por un estrado judicial. Para sus acusadores, no importa la búsqueda de la verdad o la administración de justicia, solo los ‘likes’ y las tendencias.
Ante esta realidad, es necesario actuar y anticiparse antes que lo arrojen a la fosa común reputacional. Las campañas de desprestigio se definen a través de narrativas, y éstas se previenen o se desvirtúan dependiendo de la capacidad de la empresa para investigar, documentar, darle sentido y construir resiliencia frente a las amenazas que se asoman en el quehacer empresarial.