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Todas las semanas un vehículo de carga transporta maíz desde algún puerto de Colombia con destino a una planta de alimento balanceado para la industria avícola. Estamos en el cuarto trimestre del año, así que seguramente este maíz ya no hace parte del contingente libre arancel al amparo del TLC con Estados Unidos y por lo tanto debió pagar un arancel que supera el 18%. Si lo hubiera traído de Mercosur el arancel sería de 31.5%. Para un país que no produce maíz para la industria avícola, resulta más que excesiva esta protección.
Si el camión transita desde Buenaventura, verá a su paso años de desidia oficial, corrupción, litigios, consultas con comunidades indígenas y afrocolombianas de papel pavimentando con impedimentos una carretera que lleva décadas construyéndose.
Cuando llega al primer peaje, el conductor tendrá que pagar en efectivo, no hay otra forma, y la compañía que le paga su salario no podrá llevar la totalidad de ese pago a los costos, lo que aumenta su base gravable para el impuesto de renta, pues las normas tributarias actuales pretenden desincentivar el uso del efectivo y fomentar la bancarización. Son esas mismas normas las que gravan los movimientos financieros, logrando el efecto contrario: incentivar el pago en efectivo para eludir el 4x1.000. Todo un contrasentido.
Al pasar el peaje, nuestro camión continúa en su ruta y sigue por una carretera que cada vez que la transita lo “destartala” más y en la que no se ven reinvertidos los peajes y la carga tributaria, cercana al 60%, de cientos de empresas avícolas que pagan sus impuestos diligentemente año tras año. Este vehículo además corre el riesgo de ser incinerado, hurtado o detenido en la vía con fines extorsivos gracias a una situación de orden público que va en franco deterioro.
En esta oportunidad, nuestro camión contó con suerte, pero tuvo el infortunio de salir a recoger su carga en medio de un puente festivo. El conductor no sale de su asombro cuando piensa que en Colombia, un país sin carreteras, se restringe la movilización de carga en los días festivos para darle prioridad al turismo de recreo. Y a pesar que una Resolución del Mintransporte, exceptúa a la industria avícola de las restricciones, la Policía Nacional de Tránsito lo obliga a detenerse y a esperar más de ocho horas.
Tras la espera, la carga de maíz llega a su destino. Transportarlo desde el puerto hasta la planta de alimento, costó en dólares por tonelada, casi lo mismo que traerlo desde Iowa (Estados Unidos) hasta Buenaventura. La deficiente infraestructura nacional castiga el aparato productivo colombiano y es implacable con las empresas ubicadas en las zonas rurales, pues estas no gozan de los bienes públicos que existen en las zonas urbanas.
Con ese alimento, el avicultor levanta gallinas ponedoras o engorda pollos con el fin de suministrar mensualmente cerca de 1.000 millones de huevos y más de 100.000 toneladas de carne al mercado nacional, suficientes para alimentar anualmente a cada colombiano con 236 huevos y 27 kilos de pollo. La avicultura es todo un bastión de la seguridad alimentaria en nuestro país.
Nuestro avicultor se entera de que un camión con aves vivas de contrabando procedentes de Venezuela transitó por la misma ruta que transitaron sus camiones, dejando una estela de virus de Newcastle de alta patogenicidad infectando no solamente a su granja sino a las aves de traspatio que el Incoder y el SENA repartieron indiscriminadamente y sin vacunar en los predios circunvecinos.
El ICA le dice a nuestro avicultor que no es su responsabilidad la vacunación del traspatio cerca de su granja y que no tiene capacidad policiva para actuar frente a quienes incumplen una normativa de bioseguridad que mantuvo en el limbo sanitario a la avicultura por espacio de un año.
Mientras resuelve el lío sanitario, el avicultor sufre con la DIAN porque la devolución del IVA a la que tiene derecho por ser productor de bien exento está trancada hace casi un año por el “karma” procedimental en esa institución, lo que está asfixiando su flujo de caja. Nuestro avicultor, que es pequeño, no puede acceder al ICR o a las líneas del Banco Agrario o de Finagro para conseguir un crédito mientras recupera el IVA, pues a pesar de su tamaño supera la definición de pequeño productor que establecen los reglamentos para estos instrumentos.
Como buen cumplidor de las normas sanitarias dispone de manera correcta de la gallinaza y pollinaza y realiza la sanitización correspondiente. El sabe que esa actividad puede generar olores, pero que es necesaria para evitar riesgos sanitarios. Sus vecinos, que llegaron 40 años después que su empresa a la zona, deciden quejarse a la Corporación Autónoma Regional, CAR, para que le exija el cumplimiento de una resolución de olores que aún no está vigente.
Los mismos vecinos, con el concurso de políticos y constructoras, presionan al Concejo de su municipio para que cambie el uso del suelo con un nuevo POT. De la noche a la mañana su granja avícola termina asentada en una tierra que perdió su vocación agropecuaria para que en ella se puedan construir proyectos de vivienda rural de lujo.
Nuestro avicultor no se resigna y lleva su pollo de engorde a su planta de beneficio en donde el Invima tiene apostados unos inspectores por los que cobra unas tarifas exorbitantes que no aplican a todo el universo de plantas de sacrificio. En frente de su planta hay una instalación que sacrifica de manera ilegal las aves de contrabando que contaminaron con Newcastle su granja. Esta producción ilegal y el contrabando abierto de carne de pollo, le ha quitado el 40% de su mercado en la frontera con Venezuela.
Lo mismo hace el productor de huevo, no se resigna, no se detiene y saca su producción diaria pero se encuentra con que no la puede distribuir libremente en toda la ciudad. Las bandas criminales han tejido una compleja red de empresas en los barrios periféricos controlando la distribución de huevo y de ciertos productos de la canasta básica, elevando artificialmente sus precios y constriñendo a tenderos y consumidores.
Este calvario es al que se ven sometidos los avicultores en nuestro país. En mayor o menor medida han sufrido las circunstancias aquí descritas, pero han sido capaces de salir adelante y de hacer crecer un sector que es clave en la seguridad alimentaria de Colombia.
Ello pone de manifiesto lo difícil que es hacer empresa en nuestro país, especialmente para las empresas del sector agropecuario. Las bajas calificaciones en los indicadores de competitividad, en los índices de libertad económica o en los de facilitación de negocio no son mera casualidad. Son el producto de la ineficiencia del aparato estatal y de sus instituciones en la ejecución del excesivo gasto público, por ser permisivos con la corrupción y de no contar con un sistema de justicia que acabe con la impunidad.
Es por eso que Fenavi ve con suma preocupación el proyecto de reforma tributaria que actualmente cursa en el Congreso. No entendemos, ni apoyamos una reforma en la que el gobierno decide gravar con más impuestos a los empresarios, creando un nuevo impuesto con nombre antipático y dejando sin resolver el galimatías tributario que nos resta competitividad.
Sin duda la nueva reforma contribuirá a que nuestro calvario sea mayor.