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Trump, Brexit, Bolsonaro. En todos estos casos, el establishment de los partidos políticos, medios de prensa, la academia, la banca e instituciones internacionales terminó enfrentando resultados que creía imposibles. No dudaron, por cierto, en maltratar a los electores y candidatos acusándolos de populistas, xenofóbicos y racistas, pensando que con eso frenarían el desenlace que temían. Los votantes, sin embargo, les mostraron el dedo.
¿Por qué? La razón simple es que parte importante de la élite global se desconectó de la realidad de la ciudadanía común y corriente. Cuando se vive en barrios seguros, sin inmigración más que de alto capital humano, con ingresos cómodos, seguridad privada, con los hijos en los mejores colegios del país, cuando se ve como algo natural el sentirse en casa en Nueva York, Berlín, París, Tokio o cualquier otra metrópoli, y se asume que la vida normal es una rodeada de gente con doctorados y posgrados de universidades de renombre, resulta imposible siquiera imaginarse la vida que puede tener un obrero en Manchester o el Rust Belt norteamericano.
Menos aún se entiende lo que es enviar a los hijos a escuelas donde los otros niños no hablan el idioma del país o donde son agredidos físicamente por descendientes de migrantes, como suele ocurrir con ciertos grupos, según ha reportado la prensa europea. La seguridad tampoco es un tema, al menos no en el grado en que lo es en los sectores populares.
Quienes así viven pueden cultivar cierta pose moral; más aún, tienen la necesidad de hacerlo para distinguirse, no sólo por su cultura y posición social, sino por un conjunto de creencias que los identifican como una clase superior al resto. Estas “creencias lujosas” marcan una diferencia de estatus que va más allá de los socioeconómico, pues, sin ellas, no se puede pertenecer a la elite en cuestión. Así, por ejemplo, sería casi imposible pertenecer a un grupo progresista en Nueva York y al mismo tiempo ser crítico de Black Lives Matter. Esto, porque asumir como propio el diagnóstico de BLM -inspirado en el marxismo según confesó una de sus fundadoras- forma parte de la identidad grupal, tal como ciertas creencias forman parte de identidades religiosas.
Así, no es extraño que, sumergidos en sus burbujas, estos grupos del establishment, de izquierda y de derecha, repitan en todos lados eslóganes parecidos y que se aboquen a destruir reputacionalmente o cancelar a cualquiera que los ponga en cuestión. Y es que, finalmente, no compartir sus ideas implica negar la supuesta superioridad moral e intelectual que estos reclaman para sí como el elemento que define su identidad, en tanto única clase capaz de dirigir el destino de una nación. El resto son unos “deplorables”, como dijo Hillary Clinton sobre los votantes de Trump.
El asunto es que los “deplorables” pueden reaccionar produciendo una dura corrección, la que usualmente es proporcional al nivel de daño efectivo que les han causado las creencias lujosas de la élite. La pregunta es si frente a ello las élites aprenden o redoblan la apuesta. La gracia de la democracia es que permite un aprendizaje pacífico, pues no es fácil salir elegido cuando se insiste en el desprecio por los problemas reales de las personas so pretexto de promover una moral superior cuyos costos no pagan sus profetas.
Pero si estos últimos, aún frente a los inicios de la reacción, se resisten a transar sus creencias de lujo, arriesgan que emerja una nueva élite que puede terminar barriendo totalmente, no solamente con ellos, sino también con muchas de las instituciones que más valoran.