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Una de las notas más alarmantes de la crisis desatada por el coronavirus fue la ausencia de voces de intelectuales afines al liberalismo que cuestionaran, o al menos reflexionaran críticamente, en torno a la severidad de la dictadura sanitaria que se impuso. Era evidente, al poco andar, que no enfrentábamos nada parecido a la peste bubónica. Si hubiera sido tan claro que cuarentenas totales eran lo correcto, países como Uruguay y Suecia no habrían optado por esquemas más respetuosos de la libertad individual sin sufrir una gran tragedia.
Peor aun es lo que se ha hecho con los mayores de 75 años, sometidos a una humillación y discriminación como probablemente no se ha visto jamás en la historia de Chile. Ni hablar del análisis sobre el costo alternativo de las cuarentenas tanto en términos económicos como de vidas humanas, los que serán sin duda más altos que la cantidad de muertos que produjo el virus.
Desde el punto de vista liberal se aceptan, por cierto, restricciones a la libertad cuando la carga de la prueba por parte de quienes las pretenden imponer se satisface. No fue el caso de esta crisis, en que se encerró a millones de personas que objetivamente no corrían ningún riesgo vital, por su juventud y estado de salud, y que de cualquier modo no habrían estado más expuestas con una cuarentena más flexible. Además, vale la pena pensar, si creemos en la libertad, acerca de si el Estado debe tratarnos como niños incapaces de tomar decisiones asumiendo riesgos como el de contagiarse el coronavirus.
El argumento de que también ponemos en riesgo a otros no es aceptable, porque cualquiera que prefiera no exponerse puede hacerlo quedándose en su casa o evitando todo contacto con terceros. En cuanto a los viejos, para ellos, medio año encerrados es un porcentaje mucho más alto de lo que les queda de vida que en el caso de los demás. Curiosamente, las voces liberales que defienden la eutanasia no tuvieron, tampoco aquí, casi una sola palabra que decir en torno a la capacidad de adultos de decidir si exponerse a un riesgo - en muchos casos bajo- en ejercicio de su autonomía. El reclamo de que tal vez si se enfermaban no habrían encontrado camas nuevamente no resiste análisis, pues es parte de la responsabilidad individual exponerse incluso a ese riesgo.
Si no se reconoce agencia para asumir riesgos, no se puede aceptar la existencia de autonomía individual. Es así de simple. Otro tanto se puede decir de la persecución policial de personas tratadas como criminales por ejercer su derecho a movilizarse caminando por las calles sin permiso especial, para salir del deprimente y absurdo encierro al que la autoridad los sometió. También ahí casi nadie sacó la voz.
Nada de esto significa que no debería haber habido restricción alguna, por supuesto. De lo que se trataba era de defender la libertad frente a políticas represivas, irracionales y contraproducentes cuando más se necesitaba. Es de esperar que para la segunda ola de contagios u otro evento similar, más liberales aparezcan custodiando la racionalidad de un debate capturado por el pánico y en el que, en la primera vuelta, se mostraron demasiado silenciosos.
Y es que, a fin de cuentas, según enseñó el genial innovador Richard Craib al hedge fund manager Aaron Sosnick, para ser real, la libertad, al igual que la tolerancia y el respeto por la dignidad de otros, debe ser una práctica más que un discurso moral abstracto.