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Un informe del PNUD sobre desarrollo humano en Chile del año 2001 notaba lo siguiente: “El temor a las diferencias redunda en su ocultamiento en las conversaciones. Ello explicaría el habla ladina, ambigua, oblicua, descomprometida. Pareciera imperar en muchos el principio de que más vale una mala conversación, por ficticia, desigual y superficial que sea, que el conflicto que acarrearía un intercambio honesto sobre lo que se es y se piensa”.
Los chilenos, en otras palabras, le tenemos miedo a la verdad y preferimos esconderla que abrazarla y pagar el costo por ello. No es que en otras culturas no se mienta, por supuesto, pero la expectativa en ellas es a la confrontación honesta con el otro, porque se considera que la verdad es la esencia de cualquier comunicación constructiva. En Chile, aquellos que dicen verdades suelen incomodar y se les prefiere marginar por “extremos” o “desagradables”.
Lo anterior es especialmente cierto en las élites económicas y sociales y en los sectores de derecha, que suelen disfrazar su cobardía como moderación y prudencia. La izquierda radical, en tanto, ha hecho siempre y en todas partes de la mentira parte de su estrategia para avanzar su causa de poder. Esto lo ha sabido siempre la izquierda moderada, pero como estamos en Chile, prefiere relacionarse de manera ambigua con su contraparte totalitaria.
Como consecuencia de estos rasgos idiosincráticos, casi todo lo que se dice con impacto público en Chile raya en la mentira. Es mentira, por ejemplo, que el golpe de Estado de 1973 puso fin a la democracia chilena. La verdad es que fue la clase política, particularmente la de izquierda, la que la destruyó con su proyecto totalitario. Es también mentira que gracias a la izquierda y su lucha heroica se recuperó la democracia en Chile, pues el itinerario de transición a la democracia estaba establecido claramente en la Constitución de 1980.
Obviamente esta mentira sirve al interés de todo un sector nacional, el mismo que arruinó al país y luego emergió revestido de un heroísmo que no tuvo nunca.
Es mentira, hay que añadir, que el gran salto de prosperidad de Chile fue obra de la Concertación. Lo cierto es que la revolución modernizadora fue realizada por los Chicago boys y la Concertación solamente administró -inteligentemente, sin duda- el sistema heredado del régimen anterior y que venía funcionando en piloto automático. Y así avanzamos con mentiras hasta que se instaló aquella según la cual la Constitución actual es la de Pinochet y que es, además, la responsable de que no vivamos como en Nueva Zelandia o Suecia.
Tontos útiles -la expresión suele atribuirse a Lenin- de todos los sectores políticos dieron crédito a esta mentira hasta que se volteó la Constitución luego de una crisis social también plagada de falsedades. De manera inevitable, estas mentiras se proyectaron sobre la Convención Constitucional, al punto de que su vicepresidente tuvo que renunciar por haber mentido durante años sobre una supuesta enfermedad. Pero la mentira de que la nueva Constitución mejorará la vida de la gente sigue vigente junto a muchas otras útiles al proyecto de izquierda radical.
Y así, mentira tras mentira, seguiremos destruyendo Chile hasta que a un grupo no le queden más que mentiras para ofrecer, y al otro, meros recuerdos de un pasado que nunca defendió.