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El 14 de julio de 1789, en París, luego de torturar, asesinar y decapitar a su custodio principal, la turba se tomaba la Bastilla, mítica prisión y símbolo del poder real. Mientras ello ocurría, Luis XVI se encontraba de cacería en las tierras cercanas a Versalles. En su diario, el rey apenas alcanzaría a escribir “nada” -aludiendo a que no había conseguido presa alguna-, cuando un desesperado mensajero irrumpió en la habitación exclamando: “¡Su majestad, han tomado la Bastilla!” “¿Es una revuelta?” preguntó este con ingenuidad. “No”, contestó el mensajero, “es una revolución”.
Luis XVI nunca fue capaz de entender lo que enfrentaba. Como a muchos, a él le parecía inconcebible la idea de que la monarquía pudiera estar en peligro. Esa negación de la realidad fue lo que terminó costándole la vida a la monarquía, a él, a su familia y a casi 160.000 personas según cifras que han calculado algunos historiadores. Además del colapso total del orden público, la revolución fue capturada por los extremistas jacobinos, quienes llevaron a cabo no solo la demolición y refundación de todo el orden social y económico francés, sino el régimen del terror, cuyas primeras víctimas fueron los partidarios moderados de la revolución.
Finalmente, incluso los líderes jacobinos serían guillotinados, pues la Reacción de Termidor para frenar los excesos fue similarmente violenta. Tras años de violencia, cambios constitucionales y caos social y económico creado en nombre de la igualdad y la fraternidad, Francia terminó liderada por un dictador militar, Napoleón Bonaparte, el único capaz de imponer orden a sangre y fuego.
Aunque hay galaxias de distancia entre ese episodio y lo ocurrido en Chile, no deja de ser interesante observar algunas similitudes para entender mejor el proceso en curso. De partida, tuvimos un presidente perdido, quien, a la Luis XVI, celebraba un cumpleaños en un restaurante mientras Santiago ardía. Y hasta hoy, luego de haber entregado todo, parece no entender que lo que enfrentó no fue una simple revuelta, sino un intento de derrocarlo llevado a cabo por la versión criolla de los jacobinos.
En segundo lugar, cual girondinos, la derecha chilena se subió, aunque a medias, a la causa refundacional, sin entender que la puerta que abrió con la nueva Constitución no tiene vuelta atrás y que ellos mismos, probablemente, terminarán tragados por el desorden de un monstruo que no podrán controlar. Una razón es que, si la violencia logró imponer una refundación del orden institucional chileno, es razonable pensar que podrá inclinarlo en la dirección que grupos extremistas anhelan, especialmente si se tiene presente que Chile es un estado fallido cuando de orden público se trata.
Una tercera similitud es la imposibilidad de los radicales de hoy de controlar el proceso de desborde que han justificado. Los mejores ejemplos los dieron el activista del asambleísmo jacobino, quien se ha quejado amargamente de la toma de una facultad de la Universidad de Chile, donde trabaja, y la ex candidata presidencial del chavismo chileno, tratada de “traidora” por facciones extremas que creía representar. Por último, vale la pena destacar el entusiasmo que la burguesía y sectores mostraron en los momentos de la revolución francesa, cuando se reformaba constitucionalmente la monarquía. En esos momentos todo parecía encontrarse bajo control, y las promesas originales de evolución y no de revolución asomaban como el único camino posible. Qué equivocados estaban.