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En estos días nació el colombiano 50 millones, aquel o aquella que por el azar representará siempre un punto de inflexión en la discusión acerca de los efectos ecológicos de la cantidad de humanos, un asunto peliagudo para resolver derechos territoriales o pensionales, entre muchos otros.
A menudo se piensa que la crisis ambiental proviene de una “sobrepoblación” que depreda en exceso y recarga la funcionalidad ecosistémica del planeta, algo que solo es parcialmente cierto: hay muchos escenarios en los cuales miles de millones de personas podemos convivir sin destrozarnos, según las reglas de juego que establezcamos. Para la muestra la comunidad del Islote en el Golfo de Morrosquillo, un experimento social e histórico que demuestra el poder de una colectividad.
No tener hijos es una opción ética tan importante en estos tiempos de oscuros pronósticos climáticos como la de vivir con austeridad para no consumir los recursos que la población humana sustrae a la biodiversidad. En ambos casos, se trata de un gesto gentil con el planeta, uno tal vez más pesimista que el otro, o tal vez más generoso: quien no trabaja por su linaje, lo hace por el de los demás, un gesto voluntario o involuntario de solidaridad que los célibes o muchas personas homosexuales hace años entendieron y ejercen con alegría; la forma de amor más desinteresada.
Pese a ello, tener hijos tampoco es un problema, pues la historia reciente nos demuestra que las conquistas del bienestar, bien distribuidas, generan control natal y mayor sentido de la responsabilidad reproductiva al poner énfasis en la crianza, no en la multiplicación descarnada de la mano de obra, el impulso de las familias numerosas en el pasado.
Es muy probable que la población planetaria se estabilice alrededor de los 10 mil millones de habitantes, según proyecciones de la ONU. El tema crítico, sin embargo, no es la cantidad de gente, sino su distribución, siendo Asia el continente más poblado (y con 70 millones más de hombres que de mujeres solo entre India y China). En Colombia tenemos gigantescas regiones poco pobladas, como la Orinoquía y la Amazonía, consideradas reservas ecológicas de la humanidad, pero también críticamente administradas por grupos étnicos con muy bajos niveles poblacionales y de cuya persistencia depende nuestra capacidad como nación de proteger adecuadamente las selvas. Paradójicamente, la Europa rural despoblada ofrece incentivos a familias jóvenes que quieran trabajar en el campo, pero limita las migraciones, un tema fundamental para garantizar el control territorial y a menudo la estabilidad de economías completas, como en el caso de Canadá y muchos otros países.
Mientras vemos nuestras poblaciones estabilizarse, se incrementará la población de robots, que no estoy segura de que nadie cense y, con ello, la consolidación de un nuevo ecosistema cyborg donde los humanos seguramente seguirán quejándose de sus trabajos mecánicos y aburridos, pero seguirán ansiosos de garantías laborales, en lugar de concentrarse en construir nuevos horizontes de sentido: ni ingenieros por dos horas, ni burócratas eternamente acomodados…