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In memoriam Juan Pablo Ruiz
No se trata de pagar por no deforestar o arrojar basura, ni pagar por no secuestrar, ni pagar por no delinquir, una aproximación equivocada que se convierte en incentivo perverso, lo ha demostrado la literatura socioeconómica. Se trata de invertir recursos en administrar el bosque, ofrecer oportunidades educativas y de emprendimiento, en cuidar a los demás con la certeza de que esos pagos se van a multiplicar como capacidades, por ende, en bienestar y prosperidad.
Las ministras de ambiente y agricultura presentaron hace unos días en San José del Guaviare la estrategia de pago por servicios ambientales que buscará frenar la deforestación en Amazonia y estabilizar la frontera agropecuaria. Se trata de una iniciativa que, además de recalcular los aportes financieros que se deben hacer a las comunidades guardabosque que están siendo instrumentadas por las mafias de la tala y apropiación ilegal de tierras, busca el retorno de los pueblos indígenas desplazados y fortalecer las reservas campesinas que aglutinan colonos, organizaciones productivas rurales y promotores de la bioeconomía basada en productos no maderables del bosque, la verdadera vocación de las selvas reservadas por los colombianos a lo largo de la historia.
Las iniciativas de pago por servicios ambientales no son nuevas y se han combinado con otras estrategias de ordenamiento productivo, organización poblacional y gestión de áreas protegidas: Ecuador mantuvo el programa sociobosque por muchos años, Perú creó las concesiones de conservación como mecanismo de aprovechamiento regulado de los ecosistemas silvestres y Brasil las reservas extractivas de Chico Mendes. La efectividad de estas iniciativas, sin embargo, se ha visto limitada por su sostenibilidad financiera (se hacen a cargo del petróleo y la minería) y la competencia con la narcoeconomía y el lavado de activos aplicado a la extracción ilegal de minerales, acaparamiento de tierras, producción ilegal de carne y la novedad, operación ilegal de programas turísticos en áreas de importancia ecológica. La informalidad, que es ilegalidad, configura buena parte de la economía amazónica: la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible estima que una de cada 20 vacas exportadas a China o los Emiratos Árabes proviene de áreas deforestadas durante los últimos 10 años, evidencia de las contradicciones de política pública que, por supuesto, tienen una larga historia en el Estado colombiano. Razones objetivas hay para boicotear muchos consumos.
Juan Pablo Ruiz, amigo y colega, inspira esta columna. Falleció hace pocos días dejándonos una sonrisa permanente y una perspectiva económica de la gestión ambiental que esperemos perdure, por su visión pragmática y aferrada a los hechos, no tanto a las teorías. Su defensa del sentido común hizo que las facciones más distanciadas acudieran siempre a él en la búsqueda de soluciones a los conflictos sociales y a las contradicciones que inevitablemente surgían y seguirán surgiendo entorno a los efectos ecológicos, sociales y ambientales de la transformación de los ecosistemas. Lo recordaremos por su trayectoria en el Banco Mundial, su liderazgo en el Ecofondo, en la Fundación Natura, en la Red de Reservas de la Sociedad Civil, en el Ministerio de Ambiente, el Consejo Nacional Ambiental y por supuesto en la conquista de las cumbres más elevadas del planeta. Lo extrañaremos mucho como líder natural del ambientalismo sereno, creador e impulsor de soluciones, nunca de problemas; que su legado nos inspire y acompañe.