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“Miénteme, con dulzura, para no sentir la fría crueldad de la vida que se va. Y si no eres capaz, al menos no laceres mi ser con la verdad; seria insoportable la existencia sin la falacia de tus artes”.
Mark Twain, en “Los amantes de Teruel”.
Este bolero inexistente proviene de una obra real que nunca escribió el autor señalado y destaca por lo implausible. Pero puede que represente una profunda verdad: sin las mentiras que provienen del arte, la existencia humana sería, honestamente, insoportable. La ciencia lucha contra ello cada día, pero es ingenua: lo contundente de la materialidad nos aterra, más que maravillarnos. La más grande falacia de todos los tiempos, el dios patriarcal, heredero de panteones que nos consolaban y daban fuerza ante la adversidad, demostrando la infinita capacidad del autoengaño de nuestra especie, se justificaba ante la dureza de la competencia biológica y las fuerzas espeluznantes del universo, pero hubiese podido quedarse como fuerza inspiradora, como potencia creativa, a lo Pacha Mama, de no haber sido capturada como fuerza imperial: las teocracias habrían sido innecesarias de ser capaces de quedarnos a admirar humildemente una noche estrellada, leyendo constelaciones. Entonces nuestro destino, apenas una trayectoria termodinámica inexplicable, se conformaría con la belleza del tarot dominical de Mave.
La invención de falacias computacionales profundas (Deep fake) representa un reto fascinante para las sociedades contemporáneas, que oscilamos hipócritamente entre el amor privado por lo chueco, lo perverso, incluso lo decadente, y el apego platónico y público a la belleza pura, la apariencia de lo correcto o la virtud absoluta, tan aburridas como inexistentes… hasta ahora. Con los sistemas de simulación informática destruimos las sombras del fondo de la cueva, y por eso no hay que temer a la mentira profunda, ese espejo que corrige digitalmente lo que consideramos defectos y luego los retorna con una nueva perspectiva, que nos humaniza de nuevo. No creeremos nunca más en la perfección del mercadeo, sea corporativo, ideológico o religioso, porque ya habremos comido mangos virtuales con textura, sabor y olor absolutamente “perfecta”, y más aún, hecha a la medida del algoritmo con que cada una de nosotras, personas únicas, disfruta un mango. Y para cuando eso pase, extrañaremos la fruta imperfecta, la que tenía un pelo, estaba medio biche, olía maluco, tenía un gusano: porque todo en la evolución está hecho de cosas chonetas, insatisfactorias que, en su conjunto, definen un umbral de goce y bienestar inabarcable basado, una vez más, en la diversidad, que sí consuela.
Lo novedoso de las simulaciones creadas por la IA en toda su potencia sinestésica no es su apariencia de perfección, como algunos temen, sino su multiplicación deliberada como arma política sin que la sociedad haya acrecentado su capacidad de cuestionarla. Cuando las apariencias engañosas nos obligan a tratar todo con el mismo respeto, así sea producido por “bodegueros” nada puede reclamar superioridad moral ni desconocer la materialidad subyacente. Hacer el amor con una estrella de cine desaparecida será entretención dominical; nadie podrá cuestionar que no era Marylin, porque ella también fue una quimera. Lo único cierto es que habrá que compensar la energía implicada, lo inexorable. Por ahora, todo parece indicar que el metaverso será el mejor refugio de l@s jubilad@s: no hay cómo los pocos recién nacidos puedan responder, materialmente, por el senil estado de las sociedades del futuro. No sin una nueva dosis de engaño, quiero decir.