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Desde el aire o lo alto de los tepuyes, esas mesetas imponentes de cientos de millones de años, es imposible no llorar ante el desastre evidente de la destrucción de las selvas del Guaviare, parte de la gran Amazonía de la cual depende el futuro climático del planeta. Pero desde tierra, es imposible no conmoverse con la lucha que cada día significa sobrevivir para los pueblos indígenas, los miles de campesinos que no quieren la coca, los excombatientes, los emprendedores locales arraigados al territorio. Para los primeros, que pasaron de ser culturas altivas a errantes habitantes de la calle, en vía de extinción, no hay consuelo: las mujeres transan hermosísimos canastos por nada con tal de compartir un almuerzo con niñas y niños que al cumplir 13 o 14 años serán prostituidas o reclutados por alguna de las fuerzas del terror que invaden sus propios resguardos confiando en la corrupción del mañana. Para los demás, pareciera que el culto a la vaca y el potrero siguiesen siendo la única opción, porque la selva “no vale nada”, “no da nada”, si acaso una lapa ocasional para hacer fiesta, un racimo de palma de asaí para venderle a los quijotes que hacen helados “exóticos”, una excusa para recibir mochileros unos días.
Se extraña como nunca a Alfredo Molano y su capacidad para contar en la historia de vida de cualquier persona la de Colombia entera, todas las injusticias, los abusos, las sinsalidas, pero también la fiera resistencia de quienes no teniendo nada que perder porque nunca recibieron nada tratan de leer el mundo en clave de esperanza y arman proyectos hilvanados con seda de araña en ciertas políticas de gobierno, de las ONG, de la cooperación de ciudadanías que no conocerán nunca la selvas ni sus gentes pero apuestan a otra globalización, solidaria.
Se agradecen las labores silenciosas y pacientes de funcionarios, voluntarias, líderes siempre amenazados, capaces de montar una panadería memorable en plena trocha ganadera, un “glamping” rural donde cada planta y animal son una aventura; personas capaces de contar con dignidad que fueron abusadas, raspachines, mineras, milicianas o aserradoras antes de guías, hoy conocedoras inigualables de una selva que se convierte en nostalgia.
Se agradecen los datos científicos, así vengan desperdigados, el esfuerzo monumental de traducir los hallazgos de investigadores que de tanto en tanto cruzan por las veredas preguntando por los autores de las pinturas rupestres más espectaculares del mundo y que por fortuna el Icanh está buscando proteger contra el vandalismo y el saqueo que se ve por todas partes: el viajero arrogante y depredador quiere su “selfi” gloriosa y no le ilusionan los murales populares de jaguares, gallitos de roca o toninas, ni le preocupan las peleas que causa entre vecinos y otros “guías turísticos” que se apropian sin pudor de los sitios públicos y bloquean accesos para cobrar boleta en temporada… que de no ser manejados por las mujeres se esfumarán en alcohol y otras mujeres.
Hoy más que nunca hay que visitar el Guaviare, caminar sus maravillosos paisajes, conversar con su gente y no abandonarla, así quede la misma desazón que en muchas partes del país: el Estado es tan corto de entendimiento y acción, que es imposible no hacerlo cómplice con la perversa acumulación de tierras robadas cínicamente a los colombianos, donde nadie denuncia nada porque quien lo hace, se muere. ¡A legislar duro contra los deforestadores!