MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Nuestra gran chef Leo Espinosa recibió hace unos días el premio mundial de la Sociedad Vasca de Gastronomía, un reconocimiento excepcional a una propuesta culinaria que parte de investigar, rescatar e innovar en el uso de ingredientes de la biodiversidad y la cultura colombiana. Como ella, otros pioneros de las artes dionisiacas del comer y beber han diseñado una oferta excepcional de sabores y aromas capaz de renovar la conexión gozosa de las personas con su territorio, un proceso que seguramente llegará muy lejos en los próximos años, mucho más en el contexto de la avalancha turística que ya se asoma.
La comida es hoy una de las grandes protagonistas de los canales de televisión, su historia y su ecología un ingrediente que enriquece la experiencia de maneras exponenciales: no es lo mismo comer queso que probar un suflé de queso Paipa con denominación de origen y reconocimiento pleno de su autoría campesina boyacense. De hecho, ese plato fue uno de los primeros que mi abuela catalana construyó a su llegada como refugiada española en la década de los cuarenta y es parte del patrimonio culinario familiar, un testimonio de los maridajes de tradiciones y restricciones a las que nos somete la vida con resultados positivos.
La comida, como reconoce incluso la plataforma global de biodiversidad (Ipbes) es una contribución fundamental de la naturaleza al bienestar humano, pero mucho más allá de su contenido calórico y nutricional, por su valor simbólico. Como el oro, motivo de debate acerca de la génesis de los valores en la sociedad. Por ese mismo motivo, representa el vínculo con la gestión de la flora y la fauna, y un indicador de la salud e integridad de los ecosistemas. Si se deja de comer bocachico en el río Magdalena, la extinción ciertamente nos trae el hambre, pero tal vez peor en nuestra condición humana, la tristeza: el vacío de un sabor que trae pegado la vida entera del pescador. Y de todo su modo de vida.
Comerse el pez león es una estrategia maravillosa que los hermanos Rausch crearon para ayudar con la muela al ecosistema, pero también redescubrir los pescados moqueados del Guanía, las hayacas con carne de lapa, el guiso de pato pisingo y otras delicadezas que hoy, en su mayoría, son ilegales porque lo único permitido es la carne de vaca africana, de cerdo polinesio, de pollo neozelandes, de cabra afgana, de caballo francés. Las nuestras, sacralizadas pese a ser autóctonas, por no transitar al plato se extinguen en el silencio y el olvido, arrastradas por la deforestación que sí hace potreros. Las contradicciones culturales son devastadoras, solo vale el modelo colonial y de los colonos, porque lo nuestro no circula: Invima no lo permite, la normatividad ambiental menos. Si bien los consumos silvestres no son para nada generalizables, hay que ver cómo los países que aportaron las especies y muchas de las recetas que hoy disfrutamos siguen comiendo jabalíes y venados sin vergüenza ni excusas de la mala ciencia: comer bien no extingue si aporta a valorar la vida y promueve una nueva versión de la alianza que hizo que humanos y especies domésticas acabaran en mutualismos globalizados. Puede ser mejor alternativa comer un buen guiso de ratón de manglar o un sancocho de hicotea en cuaresma, que ver sus hábitats destruidos por la tala, el incendio y la desecación deliberada.
Es el momento de pasar la babilla al plato y asegurar con ello el futuro de toda la especie. Bienvenidos nuestros chefs a esta revolución.