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Circuló en estos días una fotografía de un pequeño hipopótamo descansando dulcemente en una habitación, junto al televisor, mientras una niña hacía tareas mirándolo. La imagen idílica de convivencia con la naturaleza. Lamentablemente, se había tomado en el Magdalena Medio, región que ha sido poco a poco invadida por estos animales africanos, extremadamente peligrosos (son la mayor fuente de mortalidad por ataques de fauna en ese continente). Bonitos, elegantes, llaman la atención por su carisma y más en un país que está acostumbrado a verlo en las rutinas educativas de los canales de vida silvestre (“naturaleza”, les dicen) y los conoce mejor que al manatí colombiano, en vías de extinción.
Herederos además del aura de Pablo Escobar y su capacidad de desafiar todo, los hipopótamos son una de las peores amenazas a la fauna silvestre de la región, y, lamentablemente, deben ser sacrificados. No tienen la culpa, claro, pero en la escala de lo microscópico equivaldrían a una epidemia que ahora no queremos ver. Claro, el sacrificio de grandes animales no es grato, ni sencillo: hay que hacerlo sin que sufran, con los menores riesgos y para ello, la comunidad de defensores de los derechos animales debería colaborar en ello, en lugar de propiciar la propagación de una terrible amenaza. Las opciones de control que se han planteado, no lo son, pues ningún zoológico los recibe (todos tienen, o no pueden darse ese lujo), no son repatriables y su esterilización es igualmente compleja y costosa. Se trata de un problema que requiere solución urgente, y, dado que fue un narcotraficante abatido, quien los trajo en su patología, debe hacerse con cargo a sus bienes en extinción de dominio.
Curiosamente, el pez león, otra plaga insigne, si recibe el tratamiento adecuado, que es el ceviche. Carpaccio de hipopótamo, impensable, aun cuando en África se come toda su fauna, y es incluso necesario controlar las poblaciones de elefantes que devastan grandes regiones boscosas cuando desbordan la capacidad de carga del ecosistema. Y eso que sí están amenazados, no como los chigüiros, cuya abundancia y persistencia como roedores no lo está en duda en absoluto.
El “efecto peluche” es uno de los grandes temas a considerar en la gestión de la fauna silvestre, y hace que ningún político quiera correr el riesgo de ordenar el sacrificio de animales carismáticos que por demás, viven lejos, allá donde se pierde la gobernabilidad. Es decir, en el campo. Y la opinión pública es urbana. Claro, también vendemos peluches de titi cabeciblanco, un monito colombiano que también está amenazado y debe recurrir a la venta de muñequitos para patrocinar su supervivencia, que se beneficiaría muchísimo con una porción del dinero que se dice cuesta esterilizar o trasladar un solo hipopótamo: también hay que tomar decisiones económicas en la conservación.
Entretanto, el Jardín Botánico de Calarcá, manejado por una ONG que como todas sufre para pagar la nómina, ha hecho varias expediciones por el país para rescatar ejemplares de todas las palmas de Colombia (el segundo país del mundo más rico en ellas, después de Malasia), muchas en vía de extinción. 181 especies ya están resguardadas en sus terrenos quindianos, donde se reproducen y son investigadas con cargo a un presupuesto decenas de veces más bajo que el que se consigue vendiendo peluches: es difícil convencer a un niño de adoptar una palmera de toalla… Hay que ir a verlas, indudablemente, y disfrutar del mariposario gigante que ha construido el mismo Jardín para promover el afecto y conocimiento de los visitantes hacia la biodiversidad.
Sabemos que en Colombia hay recursos suficientes para hacer conservación y ciencias ambientales, al igual que para solucionar muchos otros problemas sociales y económicos. Como en otros casos, una fracción de lo que dedicamos a la guerra bastaría. Por eso necesitamos al Sena construyendo capacidades en todos los colombianos para manejar su flora y su fauna en el campo, para que las palmas se conviertan en opciones de desarrollo como lo promueven sin descanso Rodrigo Bernal y Gloria Galeano, de la Universidad Nacional de Colombia. Y para que no hagamos más barbaridades como introducir hipopótamos en nuestros humedales. O cualquier otro animal, para salirle al paso a la absurda introducción de especies piscícolas que devastan la oferta natural pesquera, en un país que ofrece 1.533 peces dulceacuícolas. También somos el segundo país del mundo más rico en ellas…