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Es indudable que la universidad pública requiere una inyección significativa de recursos frescos. Hay rezago en infraestructura, capacidad académica, servicios y extensión, en fin, en todos los frentes que hacen de la academia el corazón del progreso de la nación. Y existe la expectativa de acoger cada vez más estudiantes en sus programas, con el criterio de extender los beneficios de la democracia a la población que desea estudiar con la expectativa de contribuir a la sociedad y prosperar profesionalmente. La reforma de los artículos de la ley 30 dedicados al financiamiento de la educación superior proyectan una eventual inyección de recursos muy significativa, algo con lo que nadie estaría en desacuerdo en principio, pero que requiere al menos dos consideraciones:
La primera, que otros expertos han señalado, está relacionada con las cargas fiscales y la sostenibilidad del esfuerzo, a lo que uno podría responder que se justifica y que hay que hacerlo, pues son inversiones que revierten en el mediano y largo plazo. Pero el panorama ha cambiado: obtener un diploma, así sea en una universidad de excelencia, ya no garantiza nada, se necesitan competencias, validadas. Graduar gente, si se logra, incrementa las cifras de desempleo calificado.
La segunda, más sensible, está relacionada con la eficacia de las inversiones. Si bien el sistema de universidades públicas de Colombia tiene altos estándares de calidad, especialmente la UN, no es tan claro si los costos que implica tener un funcionario por profesor, para citar un solo ejemplo, se justifican. La relación normal es 1 a 2. Parte de las limitaciones que tiene la educación superior, pública y privada (que en Colombia es sin ánimo de lucro, bueno recordarlo), es la debilidad de la investigación, que realmente es la que provee la acreditación vía innovación, evidenciada en publicaciones (en crisis por el sistema “roscopares”), patentes (mínimas), producción de obra artística o emprendimiento, amén de apoyo al diseño e implementación de políticas de desarrollo. Y la investigación está en crisis.
En la situación actual, ¿no sería mejor fortalecer la universidad pública vía Ministerio de Ciencia y Tecnología, que vía inyección directa y genérica de recursos del presupuesto de educación? ¿No podríamos fortalecer la escuálida intervención que hace la antigua Colciencias bajo la forma de fondos de innovación destinados a las universidades? ¿No sería mejor pedir a la UN, por ejemplo, que lidere la transición a la economía verde, a cambio de los recursos que de otra manera corren el riesgo de diluirse sin beneficios claros a la comunidad? $1 billón al año por 10 años seguro podrían ayudar a formar miles de estudiantes-becarios (matrícula cero), maestros y operadores en temas estratégicos de la sostenibilidad, orientando el ecosistema universitario hacia un reto fundamental de construcción de equidad y prosperidad en medio de la crisis climática. Y de paso, se renueva la infraestructura, las comunicaciones, la extensión a las comunidades.
Invertir en educación es una obligación social. Ojalá desde la primera infancia, que además debe nutrirse adecuadamente. Pero hay que rendir cuentas: como rectora de una universidad que debe recurrir al esfuerzo financiero de los agentes privados (bajo la modalidad vigilada que resulta a menudo más un obstáculo que una garantía), estoy en la obligación de hacer cumplir nuestra promesa de valor a los estudiantes, a sus comunidades y al país. De lo contrario, soy cómplice de una estafa, inaceptable, insostenible. Pero hay más de un camino para garantizar el cambio.un