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Cuando el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), allá por los años 70, adoptó el sistema de clasificación de usos de la tierra de la FAO, afilió la economía rural a la idea de “vocación” que aún hoy mantiene su incidencia en los procesos de la planeación. El modelo define unos criterios generales de aptitud del territorio, con la intención de orientar el manejo potencial de áreas agrícolas o forestales, basándose, grosso modo, en condiciones de pendiente y fertilidad. Existen ocho clases o aptitudes, donde las primeras favorecen la producción agroindustrial en suelos planos y muy fértiles, y las últimas el forestal en áreas montañosas.
Históricamente la discusión de los sistemas de clasificación se remonta a discusiones acerca de la eficiencia económica de la agroindustria creciente de los años 40, asociada con la mecanización y aplicación de agroquímicos, que permitía promover la producción rural en escalas que previamente solo eran posibles con modelos esclavistas o, al menos, muy intensivos en mano de obra: la “dulce vida del campo” que tanta gente añora porque nunca la vivió, y que representaba hasta el siglo XIX un escenario de trabajo nada bucólico con jornadas de 14 horas, siete días a la semana y que solo variaban con las estaciones y la muerte.
En Colombia fueron los agrólogos quienes trajeron esta perspectiva técnica, introduciendo una visión parcialmente ecológica y de gran incidencia, que aún perdura; al fin y al cabo, de la salud de los suelos depende todo. La otra escuela que aportó a la historia de la ecología en el país provino de las ciencias forestales, enfocada más en el cultivo de bosques que en el manejo de selvas, lo cual no logró impedir el desastre causado por las malas prácticas y modelos de pensamiento colonizados: parte de la pesadilla de la insostenibilidad y la destrucción ecológica derivan de profesionales “iluminadores” que añoraban la nieve del norte como reguladora de los procesos vivientes, cuando estos definen nuestros territorios ecuatoriales.
Lo cierto es que la funcionalidad ecológica del territorio nunca fue un elemento de la planeación hasta finales del siglo XX cuando se adoptó el concepto de “ordenamiento”, que indigna a los pueblos nativos, pues supone una lógica de autoridad con la tierra inviable y que desató un mercado de consultorías y un desastre de visiones fragmentadas que aún estamos tratando de componer. Pensar a pedacitos las municipalidades en vez de fortalecer las capacidades de gestión integral de los ecosistemas que no tienen fronteras administrativas acabó creando un maremágnum de autonomías seudoecológicas donde hoy ni los alcaldes ni las CAR saben qué hacer.
Los proyectos mineros o de infraestructura, insertados en esta lógica incomprendida de la funcionalidad y la integridad ecológica del territorio, representan un reto adicional y no pueden ser resueltos solo con la perspectiva de las Evaluaciones de Impacto Ambiental, circunscritos a la vida útil y local de la inversión, así contengan algunas consideraciones acerca de las externalidades de la operación. El suroeste antioqueño, por ejemplo, ha ido creando y definiendo por décadas un modelo agroturístico con sus propios equilibrios ecosistémicos y una perspectiva de sostenibilidad única a escala de paisaje que entra en clara contradicción con las propuestas de transformación minera en tiempos en que la covid-19 obliga a pensar distinto. ¿Mejor dejar quieto ese cobre?