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Analistas 28/02/2023

Mallorquín en carnavales

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

Cuando los humanos intervenimos en la ya de por sí apasionada relación entre mares y costas, donde los deltas crean y destruyen territorios de la noche a la mañana, pueden suceder cosas extraordinarias, unas muy malas, otras muy buenas. Las náyades mestizas del río Magdalena, por ejemplo, estarán mirando curiosas cómo, donde hoy día se combinan y acumulan giga toneladas de suelos fértiles y mercurio con las heces de media Colombia hay una ciudad próspera que intenta entender su destino portuario, industrial y habitacional en medio de las amenazas del cambio climático, e invierte por ello varios miles de millones de pesos en convertir una ciénaga caprichosa en un ecoparque urbano: recursos públicos, que otros destinarían a necesidades aparentemente más apremiantes, se destinan hoy a estimular una conversación con la garza colorada y la zorra cangrejera, y con vecinos inesperados de barrios de invasión donde aún se “voltean tierras” en medio de la inevitable complicidad de quien necesitando vivienda nada tiene que perder rellenando manglares, así ponga en riesgo su propio futuro, ligado al de la colectividad.

Barranquilla apuesta a recuperar su verde urbano, que es anfibio, y construye malecones y senderos elevados y recupera la única playa municipal, espacios donde ha sido necesario que muchas entidades se articulen para hacer cumplir la ley y ellas mismas cumplirla. Le apuesta también a la construcción de parques recreativos con una metodología participativa que se espera haga que los vecinos cuiden cada uno de los 280 construidos por la administración actual y que el World Research Institute (WRI) premió hace pocos días por su perspectiva innovadora en la búsqueda de sostenibilidad urbana con equidad. Y le apuesta también a un arbolado bien estructurado, que no se basa en la siembra caótica de matas por todas partes o en detener el reemplazo de árboles con los que ya no podemos convivir por diversas razones, como pasa en muchas ciudades donde grupos de buena voluntad pero con malas prácticas electorales usan su poder de veto para bloquear vías con argumentos que se hacen pasar por ecológicos.

Proteger las ciudades costeras de la erosión, proveyendo otros servicios a la ciudadanía y a la biodiversidad es parte del pago de la deuda ambiental urbana, pero también una respuesta a nuevas opciones de convivencia en medio de la regeneración asistida de los ecosistemas silvestres, donde se diluye esa frontera imaginaria entre naturaleza y cultura que tanto daño nos está haciendo. Tal vez sea la cualidad festiva de los carnavales la que permite abordar mejor la complejidad de los retos contemporáneos en materia de gestión ambiental, una actividad vital y gozosa que también nos convoca a superar las rupturas entre lo público y lo privado, porque al fin y al cabo, todos y todas somos ciudadanía. El mejor ejemplo, la empresa mixta “Siembra” que ha logrado producir miles de árboles nativos con el porte y calidad que se necesitan para construir un arbolado urbano sano y refrescante, en una ciudad donde la sombra vale oro.

Habrá que hacer más carnavales en Colombia para ver si toda la diversidad que sale a las calles, humana y no humana, aprende que hay que convivir con mutuo respeto y tanta creatividad como la que cada año se despliega en Barranquilla por estos días, inusitada e inspiradora para una cachaca que va entendiendo un poquito más aquello de “quien lo vive es quien lo goza”, la mejor frase para habitar bien nuestro nuevo planeta.

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