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La palma de cera del Quindío da frutos para los loritos orejiamarillos, pero no para la gente. Al menos, así era antes de 1980, porque paulatinamente se convirtió en una de las plantas que más empleos indirectos genera en el municipio de Salento, donde el turismo rural ha venido aumentando hasta convertirse en su principal fuente de ingresos. Lamentablemente, lo que miles de personas ven en el Valle de Cocora, insignia del paisaje andino colombiano, no es sino un bosque fosilizado, una imagen del pasado destinada a envejecer y desaparecer: no hay palmas jóvenes, como cualquiera puede evidenciar en las fotos que circulan con las guías del departamento, que convidan a visitar la región, hecho que ratificaron esta semana con cifras los investigadores María José Sanín y Rodrigo Bernal, del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional.
Cerca de 50.000 personas visitan cada año el espectacular Jardín Botánico del Quindío en Calarcá, (otra ONG que sobrevive de milagro), donde ya crecen algunas palmas de cera dentro del bosque, que podrán verse emergentes en su dosel dentro de 20 o 30 años. Y es que las palmas del futuro viven dentro del bosque, las del pasado en los potreros abiertos por la ganadería desde que la colonización antioqueña llegara a la región. Pero pocos bosques quedan, si bien algunos gracias al manejo que los mismos propietarios locales han dado a sus fincas, cada vez más amenazadas por la baja rentabilidad de su actividad, que a la larga se beneficia poco del turismo, motivo por el cual no se sienten muy proclives a la conservación. Menos aun cuando se habla de declarar un parque natural encima de sus predios, una opción que habrá que estudiar con cuidado con la autoridad ambiental regional, la CRQ, pues ya existe en la zona un Distrito de Manejo Integrado, que ha sido la respuesta a la sugerencia que en 1985 hiciese el gobierno de Belisario Betancur para proteger la palma de cera como árbol nacional de Colombia (Ley 61 de 1985). Desde entonces, algunos esfuerzos se han hecho por preservar esta especie, catalogada como “vulnerable” a nivel mundial, por la Uicn, pero nada de fondo para garantizar su futuro.
La situación de la palma, no es, sin embargo, excepcional: otras dos terceras partes del total de plantas del mundo se encuentran amenazadas de extinción, siendo Colombia el segundo país más rico en vegetación del mundo, donde se han descrito 25.404 especies de un total estimado en 35.000, y de las cuales cerca de 70.000 son exclusivas: 4.010 orquídeas (1.543 únicas), 68 frailejones, 262 palmas, son algunas de las cifras con las que se justificó hace unos años la Estrategia Nacional de Conservación de Plantas, que promueve la protección de un patrimonio natural excepcional que incluye, muy mal contadas, 1.496 medicinales nativas (218 exclusivas) y cerca de 500 propias con uso alimenticio, así sólo comamos unas pocas de ellas.
Todos estos elementos justifican que Colombia sea el anfitrión del Foro y Taller Global para el análisis del riesgo de extinción de la flora en países megadiversos, apoyado por el Convenio de Diversidad Biológica, evento que comienza hoy en Bogotá y se prolongará por tres días en Villa de Leyva, con participación de varias decenas de expertos mundiales, preocupados por el escaso impacto de las medidas de protección hasta ahora desarrolladas. Si bien contamos con una capacidad importante para la investigación y la conservación de la biodiversidad reflejada en la Asociación Colombiana de Herbarios, la Red de Jardines Botánicos y el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (que incluye reservas naturales de la sociedad civil), lo cierto es que ante la inmensa variabilidad de nuestra biota, necesitamos el concurso de todos los actores sociales para evitar la extinción.
Todas las autoridades urbanas, los gremios de la producción, los pueblos autóctonos, las empresas, tienen la oportunidad de pensar cuál es su relación con la flora silvestre colombiana, y cómo reconstruir nuevas relaciones de mutuo beneficio, a menos que queramos que todas nuestras plantas sean sólo parte del pasado.